Hay un término que no acabo de entender: influencer. No sé a quién se le ocurrió tal concepto, pero no me gusta. Primero porque muchas personas, dentro y fuera de redes sociales, ejercen algún tipo de influencia sobre otros. Y con influencia quiero decir un estímulo, presión o incentivo para lograr algo. La otra razón por la cual me irrita el término en cuestión es porque la gente supone que tal denominación debe ser necesariamente buena o positiva, y ese no es el caso. Prefiero el término creador de contenido, el cual, aunque un tanto vago y general, por lo menos acierta al especificar que no se intenta cambiar nada, ni alude a una persona con poderes especiales capaz de transformar al mundo. Luego tenemos otra categoría que no logro digerir: personalidad mediática. Fuera de la descripción, tenemos esta fijación por la imagen, misma que suele estar por encima de la acción, de un resultado concreto, mesurable y trascendente. Y es que los esfuerzos comunicativos se ven, con tanta frecuencia, mutilados y truncados por esta tendencia a desaprovechar el contenido importante de los posts y centrarse en la apariencia.
Mire, hay quienes no dicen nada, pero lo dicen con tal nivel de histrión que eso precisamente termina convirtiéndose en el mensaje. El mejor ejemplo: Cantinflas. Un caso contrario: una persona cuyo mensaje es objetivo, profundo y contundente, y que incita a la reflexión. Tal acción posee un trasfondo estudiado y lleva un sentido, una dirección, una clara intención. Aquí hablo de Carl Sagan. ¿Es más importante uno que el otro? No. Ambas posturas expresan condiciones, idiosincrasias, preocupaciones, tonos variables, ricos en expresión y contenido, y ambos son igualmente efectivos, cada uno a su manera.
Me refiero a esos idiotas que no tienen ni una ni otra de las características arriba mencionadas. Dependen de la reacción, del efecto inmediato y ciego de quienes ven sus videos y se sobresaltan sin aplicar ninguna clase de razonamiento. Solo una reacción espontánea, vacía e inconsecuente. Por alguna razón estas son las personas que dominan en redes sociales. Son los más, cuando, en mi mundo ideal, debieran ser los menos. Y no refiero a segmentos de la población con un nivel educativo por debajo de la media ni de personas con capacidades intelectuales comprometidas, como tampoco hago énfasis en individuos susceptibles de ser fácilmente manipulados por estos videos: es la población general la que está sujeta a estas influencias y no hay manera de evitarlo ni de corregirlo. ¿Por qué? Porque son, en el fondo, campañas publicitarias. Inercias comunicativas que se sabe van a generar una serie de comportamientos bien estudiados. Somos producto de una serie de pulsiones mercadotécnicas que nos llevan a reaccionar de tales y cuales formas. Estamos siendo, de varias maneras, indoctrinados para reaccionar. Y no es ni teoría conspirativa ni un destello de realidad distópica, es una realidad sociológica que tiene una parte consciente y otra inconsciente.
Muchos de los creadores de contenido hacen eso como una respuesta a una desesperación por conservar la cordura, no solo ya por sobresalir de cualquier manera, sino de evitar esta zozobra en ese caótico y tormentoso mar virtual, y lograr mantener una lógica, un orden, una estructura firme en un medio dominado, en parte, por la anarquía, la decepción, la desconfianza, la sospecha, lo turbio y la falta de seguridad.
Nuestros hábitos han cambiado y no hemos logrado adaptarnos al medio virtual. Pagamos las consecuencias, tanto en lo psicológico como en lo social. No aprendemos a sacarle el máximo provecho a tal medio y, por el contrario, vivimos para alimentarlo, otorgándole valiosos datos que se transforman en publicidad.
En cuanto a estos influencers y sus notables estupideces, invierten valioso tiempo en hacer cosas que no van a ninguna parte y no aportan nada. Y son estos subnormales los que destacan en el mundo. Un mundo que, claramente, está al revés.