Tengo una amiga que los miércoles en la tarde asiste a una clase de Biblia. Siempre que me ve insiste en que me dé la vuelta. —Está bien padre, ¡en serio!—, dice exaltada. Y jura que me voy a divertir muchísimo. Y de eso no me queda la menor duda. Lo que ella y sus amigos de la clase ignoran es lo que escribo habitualmente sobre la religión en mi columna de MILENIO. Pues ya se van a enterar, porque he aceptado la invitación y ese miércoles en la tarde llego bien fresco a la clase y con mi vieja Biblia.
Nunca he estado en una reunión así, siento una curiosidad enorme.
Es una casa modesta, parca y con crucifijos, santos y vírgenes aquí y allá. Huele a incienso y a una rarísima mezcla de hierbas que me es tan familiar... ¡Iglesia! ¿Por qué todos estos lugares siempre huelen igual? Pasamos a un cuarto con sillas dispuestas en media luna, me siento e inspecciono a la gente del grupo. La mayoría son señoras entre 35 y 60 años. Hay también un ñoño, un lelo y otro tipo bastante raro. Casi todos traen cosas colgadas; medallitas, crucifijos, escapularios. Se ven tranquilos, sosegados. ¡Y tienen cara de buena gente! Ya entra el padre. Es un tipo cuarentón, rasurado, trae ese perfume que se ponen ellos (que es una especie de destilado de incienso con crisantemos) y lleva, además de una mirada como trascendente, una Biblia bajo el brazo. El padre saluda y todos saludan al padre. Me dan la bienvenida. Agradezco la invitación. Ya comienza la dichosa clase. Abrimos la Biblia en tal y cual parte de los evangelios. Se lee un fragmento, se discute y pasamos a otro segmento de otro evangelista. Así un rato. Mientras, pienso en lo que puede significar “clase de Biblia”; puede leerse como un documento netamente literario. O como un ejercicio comparativo en términos de hallazgos arqueológicos y otras referencias históricas. Pero como “palabra de Dios” pues no. Seguimos con los evangelios. Me pregunto, si son clases de Biblia, ¿por qué se concentran en el Nuevo Testamento? El Pentateuco está bien chingón, por ejemplo, y hay verdaderas joyas ocultas en el resto de los libros que componen el grueso y venerable mamotreto ancestral. —Oiga, padre —intervine—. ¿Por qué no leemos algo del Antiguo Testamento? —Sí —respondió con voz contenida, sospechosa—. —¿Como qué?—preguntó—. —Bueno, pues como este interesantísimo fragmento donde se menciona al profeta Eliseo, —dije—. Y abriendo mi Biblia en Reyes 2, 2-23 comencé a leer en voz alta:
“De allí subió a Betel; y según iba por la pendiente, salieron de la ciudad unos muchachos y se burlaban de él, diciéndole: —¡Sube, calvo!, ¡sube, calvo!—. Volvióse él a mirarlos y los maldijo en nombre de Yahvé, y saliendo del bosque, dos osos destrozaron a cuarenta y dos de los muchachos”.
Terminada mi lectura, ni el padre ni los bibliófilos reaccionaron, por lo que me adelanté a comentar: —Me deja pensando, ¿cómo puede uno moralmente justificar el acto impulsivo de Eliseo de invocar a Yahvé para castigar con una muerte espantosa a unos muchachos que se mofaron de su calvicie? ¿Por qué una deidad omnipotente habría de ceder ante los berrinches de un mortal calvo y acomplejado? De ser así, me queda claro que el carácter moral y la inteligencia de Yahvé están muy por debajo de otras deidades.
—¿Cuál es su punto?—, preguntó el padre algo molesto, pero al mismo tiempo intrigado. —Pues que a mi parecer, este libro no puede ser palabra de Dios, más bien suena a invención netamente humana—, respondí. —Y —agregué— que tanto sacerdotes como pastores son selectivos en cuanto a los pasajes que comparten con sus feligreses, o sea leen lo que les conviene. —Gracias por su observación—, dijo el padre. Declaró finalizada la clase y se me invitó a no volver, cosa que agradecí.
Nunca me quedó claro por qué nadie quiso discutir el punto. El caso es que no creo haber resuelto nada en cuanto al tema del carácter moral de Yahvé ni de la naturaleza humana o divina de la Biblia, pero de algo sí estoy seguro: el profeta Eliseo era tan calvo como una rodilla. Palabra de Dios.