A enero ya le queda poco. ¡Qué rápido se fue! Y qué lejos se ve esta primera semana, donde la ciudad estaba tranquila, con familiares y amigos visitando, las calles con un tráfico moderado, debido a las vacaciones y el clima frío, y sin esos calores horrorosos de primavera y verano. Luego la ciudad reactiva sus histéricos mecanismos y los engranajes de la prisa y la inquietud se echan a andar.
En la última semana de diciembre conversé con ciertos amigos. Unos, siempre optimistas y con los ánimos y efervescencias que se dan luego de las alcohólicas melancolías decembrinas, repasaron sus planes para recibir el año nuevo; entre bajar de peso, concentrar esfuerzos para hacer más dinero, evitar ciertas amistades, hacer ejercicio, aprender a tocar un instrumento o una lengua nueva y hasta cambiar de look, todos traían su morralito de intenciones, deseos, sueños y esperanzas. Ayer les marqué al celular a tres de ellos solo para estar al tanto de sus avances. El primero dijo que, debido a la carga de trabajo, no le había sido posible hacer nada, pero que ahora en febrero ya se iba a poner “al tiro”. Otro reconoció que tan pronto despertó de la borrachera del 31 olvidó por completo lo que se había propuesto. Y del tercero ni se hable: —¿De qué propósitos hablas? —respondió, extrañado.
En cuanto a mí, advierto que no hice ningún tipo de promesa ni propósito, sencillamente me puse a trabajar, como siempre lo he hecho, pero de manera un poco más intensa, incluso diría que hasta neurótica. Y eso porque en febrero cumplo 55 años (el día 4, por si quiere mandarme un regalo o, mejor aún, depositarme un suma decente en mi cuenta de banco) y esto de tener esa edad despierta ciertas inquietudes, angustias y reacciones temblorosas. Lo digo porque tengo un amigo que, tan pronto cumplió los 60, se jubiló. Claro, tenía mucho dinero. Yo no creo poder hacer eso, ni a los 60 ni a los 70. El caso es que siento que estoy más para allá que para acá. El punto es que me siento acelerado, como cuando sabes que se te acaba el tiempo y tienes que hacer muchas cosas. Y así voy elaborando listas de cosas que quiero hacer a corto y mediano plazo (pensar a largo plazo a mi edad es ya una acción debatible). Y dentro de las cosas que pretendo lograr es, primero, dinero. Porque si logro vivir hasta, digamos, 75 años, lo voy a necesitar. Y como consecuencia de tener dinero, se obtiene tiempo libre. Y eso nos lleva a planear y a desarrollar actividades.
Vuelvo a los amigos con los cuales conversé en diciembre. Uno de ellos me dijo que tenía “fe absoluta” en Dios y por eso ahora sí, las cosas iban a cambiar. Ah, pues fíjate que las cosas no cambian solo por tener fe; los cambios se dan, pero no siempre como los queremos o esperamos. Yo también quiero creer en esta magia donde nuestros deseos se vuelven realidad solo porque vienen arrobados por un cambio de fechas, esto es, del 31 de diciembre al primero de enero. Porque, sepa usted que hay personas que realmente creen que el cambio de año ejerce un influjo sobre las cosas, como si se tratara de un borrón y cuenta nueva, una prefiguración, un ímpetu predecible que carga con una serie de condiciones favorables.
Hace muchos años dejé de creer en este tipo de magias y premoniciones. En algunas cosas me voy a tientas, mientras que en otras me atrabanco. Con cada año que pasa le vas agarrando más la onda a esto de estar vivo y merodeando. Y, como decía antes, a medida que envejeces te vas preocupando por cosas que antes ni te pasaban por la mente. Ya piensas en cinco o 10 años en el futuro, no en 20 o 30. Y con esa agenda sabes que puedes lograr algunas cosas y que otras ya no se van a poder concretar. Hay que aprender a vivir con lo viable, con lo factible, e ir dejando los sueños atrás, donde deben quedarse. En cinco años voy a tener 60 y no me la voy a creer, y no estoy seguro de qué es lo que voy a planear entonces. Hoy me entrego a mis proyectos inmediatos, intento no ponerme ni melancólico, ni desilusionado con sueños truncos y deseos insatisfechos, y prefiero vivir y gozar los momentos conforme se van dando y así estructuro mi día a día.
Entonces, siento que mi único deseo verdaderamente válido es tener suficiente dinero para, primero, no andar con el Jesús en la boca por pagar deudas y recibos y, segundo, para tener el tiempo de desarrollar mis ideas, mis pasatiempos y creaciones. Lo demás vale madre.