Cultura

Caja mágica

El otro día me topé en internet con una lonchera de metal marca Stanley (la misma que hace herramientas industriales). Quedé mesmerizado; el diseño parece ser de los años 20 del siglo pasado. La identifico como una de esas loncheras que cargaban los trabajadores que aparecían encima de las vigas de acero suspendidas a muchos metros del suelo durante la construcción del Empire State. La compré y en cosa de días me llegó. Es un artefacto maravilloso; es pesado, pintado de verde, rectangular con tapa en forma de cúpula y adentro trae su termo correspondiente. Esta mezcla perfecta entre una lonchera y una caja de herramientas viaja en el tiempo para recordarnos cómo se han construido las cosas y cómo nos conectamos con nuestras casas y familias.

Me gusta el trabajo creativo; mi papá era ingeniero y me enseñó a arreglar –e inventar– cosas. Así he construido asadores, ahumadores, deshidratadoras, hornos y cosas por el estilo, pues soy cocinero y hay muchas máquinas y artefactos por construir. Por eso cuando vi la lonchera Stanley de inmediato se configuró en mi mente esta asociación entre la cocina y la ingeniería. Y este diseño rústico e industrial me trasladó a una época cuando acompañaba a mi papá a “la fábrica” (mi mamá siempre la llamaba así y nunca por su nombre, Cuprum). Allí caminábamos por los patios llenos de materia prima y montacargas y nos metíamos a las naves industriales, con sus cables, máquinas, ruidos, aromas a metal quemado, chispas y gritos de capataces y obreros. En casa, mi papá tenía una pequeñísima réplica de su fábrica: un tallercito bien equipado donde resolvía problemas de ingeniería que él mismo se planteaba; llevaba a cabo diseños que luego llevaba a “la fábrica” para desarrollarlos ya en un nivel industrial. Muchas veces le ayudé a construir prtototipos; primero ponía sobre la mesa trozos de papel kraft y ahí dibujaba, con una pluma Flair, un diseño. Me lo explicaba en detalle (aunque sospecho que hablaba más para esucharse a sí mismo para reivindicar su idea y convencerse de su factibildad que para que yo lo entendiera) y de ahí pasaba a ejecutarla. El caso es que en ese tallercito aprendí algo esencial: a exteriorizar y concretar mi creatividad, mis ideas: de cualquier manera y sobre cualquier medio y sin ninguna finalidad. Y digo eso último porque para mí, hacer es la finalidad, no el resultado final, pues no hay tal: es solo una quimera. No me interesa cambiar las cosas para obtener un efecto, me interesan los cambios por sí mismos, los procesos y procedimientos. Y eso para muchos es difícil de entender, pues nos han indoctrinado para hacer cosas y obtener un resultado específico. A mí me gusta crear, viciosa, obsesiva y compulsivamente, sin mirar atrás ni hacia adelante, solo ese momento mágico, atemporal y luminoso de crear, descubrir, develar y, finalmente, confabular. Me ocurre lo mismo cuando viajo; nunca lo hago con la intención de alcanzar un punto específico, pues el viaje en sí es el objetivo y hay que disfrutar cada momento. Entiendo que hay quienes se trazan metas, y elaboran complejos y metódicos planes para alcanzarlas, pero mi carácter y personalidad no se ajustan a ese estilo ni modo de vida. De hecho, esos patrones me enferman, me angustian y asfixian; me gustan la libertad, la sorpresa y la espontaneidad. Es más divertido que andar pensando en grandes logros y épicos viajes. Quizá ya no sean tiempos de pensar y vivir así, por eso me va más viajar dentro de mí mismo y explorar mis propios misterios y capacidades.

Vuelvo al tema de la lonchera; no es solo una caja metal en la cual se meten un sándwich y un termo con café; es un icono de la industria, de un modo de vida que de alguna manera u otra sigue. Con ese recipiente de metal construimos una civilización, preformamos y transformamos nuestro entorno. Y a todo esto, ¿cómo se relacionan la lonchera del obrero con la canasta de picnic y con la lonchera que llevábamos a la escuela? Ah, pues déjeme decirle que no son más que variaciones de un mismo tema. En esas cajas se concentran nuestras historias personales, las de nuestras casas y recuerdos. Porque la vida de todos los días no tiene tiempo: es una serie de instantes y momentos que tienden a repetirse una y otra vez, siempre.

Empero, tengo un problema; la lonchera sigue ahí, nueva, sin estrenarse. De verdad le digo que no tengo idea de qué mierda hacer con ella. Pareciera ser solo un objeto simbólico, un fetiche, un talismán, una especie de oráculo latente y palpitante que encierra misterios cotidianos, problemas por resolver, ideas para desarrollar.

Tal vez su tiempo ya pasó. Quizá me aferro a una idea que ya no puede sobrevivir hoy. Pero me reconforta tener esa caja de lámina pintada de verde con su termo y sus pulsaciones arcanas, y pensar que mi creatividad y mejores recuerdos están resguardados ahí dentro.

Es mi caja mágica donde todo puede ocurrir.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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