De paseo en un domingo en Texcoco. El parque principal tiene un área que exhibe las cabezas de cuatro héroes nacionales: Cárdenas, Zapata, Hidalgo y el otro no me fijé quién coño era. La del cura Hidalgo captó mi atención; la cabellera suelta, el rostro contraído y la boca abierta, como a punto de gritar ¡libertad! o una mamada así. Pero yo sé que eso no es cierto. Intento imaginar las alucinaciones nacionalistas que pasaron por la mente del escultor cuando las hizo y, peor, las inflamaciones históricas del alcalde al momento de inaugurarlas. La cabezota de Hidalgo me recuerda mucho a una momia de Guanajuato; el rostro turgente, la piel reseca, estirada, correosa y adherida a los lánguidos músculos, la boca abierta como quien se encuentra en las puertas del infierno y sabe que ha perdido toda esperanza. Se parecen tanto. Las expresiones tanto del prócer de la nación como las de la momia son muy similares. Cuestión de interpretar lo que significan de acuerdo a cómo lo queramos ver; si bajo la óptica de un credo político o cultural o meramente como una expresión histriónica, sin más.
Lo cierto es que no experimenté ninguna epifanía al ver esas tremendas cabezas. Me parecieron, de hecho, una comedia ridícula y estrambótica, un chiste que pone en evidencia nuestra tonta y anacrónica preferencia por estos modelos de lealtad ciega, fanática y esquizoide por liturgias, cánones e indoctrinaciones políticas, religiosas y filosóficas, insostenibles para nuestra época.
Están por todo el país. La cabezota, a diferencia de la estatua de cuerpo completo, comunica inteligencia, carácter e identidad individual. El cuerpo completo es más un símbolo de autoridad, de presencia. Pero es más pasiva. Las cabezotas aparecen como brutales megalitos cuya desproporción amenaza con rodar y apachurrarnos o, a través de la concentración de pensamientos y ondas mentales sacar rayos vaporizantes de sus ojos y matar a cualquiera que no vaya de acuerdo a sus principios o atente contra su memoria.
Las cabezotas poseen una connotación macabra: proyectan la idea de la decapitación. En efecto, si consideramos el destino del mismo cura Hidalgo, tenemos frente a nosotros su cabeza cercenada exhibiendo una muestra de dolor y horror inconmensurables. Y fíjese que tanto Hidalgo como la momia fueron exhibidos públicamente en Guanajuato, en épocas y por razones distintas, pero ambas con el mismo efecto.
Las heroicas cabezotas regadas por todo el país son decapitaciones macabras disfrazadas de nacionalismo, representaciones de un fanatismo e ideales obsoletos. Son de pesadilla. Además de que hay unas particularmente grotescas. De seguro en su comunidad hay una de esas. Hay que ponerles una lona encima para que no se asusten los niños. Y fíjese que de las que más asustan son las de Benito Juárez; casi siempre lo ponen como alienígena.
Tenemos esta fascinación por cortar cabezas. Es, creo yo, algo inmanente en nosotros. La decapitación puede ser un intento simbólico por aislar las potencias de inteligencia y pasión del humano, tanto como para suprimirlas –con la guillotina– como para exaltarlas. Para mí las cabezotas escultóricas son caricaturas macabras y mórbidas y las relaciono más con las decapitaciones de los narcos que con las glorias de la historia patria. Me recuerdan a Joseph Kallinger, el asesino serial que veía una cabeza flotante que lo acompañaba al tiempo que le indicaba cómo torturar y matar gente.
Supongo que prefiero la estatua de cuerpo completo. Insisto en que tener cabezas gigantes invadiendo el país es inquietante, y eso porque año con año parecen multiplicarse.
Esto de las cabezotas, me queda claro, lo iniciaron los olmecas. La culpa es de ellos. Solución: meterlas todas en un barco y echarlas al fondo del mar.
Adrián Herrera