Esa tarde saqué mi consola Technics y puse un disco de Iron Maiden. Los niños escucharon la música y bajaron. La niña tiene 11 años; se le queda viendo al aparato, mesmerizada, y luego de unos minutos de estar escuchando “The number of the beast” sale del trance: -No entiendo cómo se puede escuchar música de ese disco de plástico negro que da vueltas con una aguja de metal encima-; bueno, —respondí—, tampoco eres capaz de comprender cómo puedes escuchar música o ver videos desde tu celular. Se me quedó viendo como enojada y no tuvo más que asentir. -Ah, otra cosa, señorita: es mucho más fácil entender cómo funciona un disco LP que un teléfono celular. Se colocó los audífonos y regresó a su habitación a seguir escuchando música y a perderse en sus elucubraciones de preadolescente. Su hermano, de 14 años, estudiaba la conversación y solo se limitó a sonreír, pues ya habíamos hablado de eso unos días antes. A mí, que tengo 50 años, me tocó experimentar cosas que dábamos por hecho, pero que mis papás vivieron como un cambio tecnológico importante. La televisión, por ejemplo: mi papá nació en 1923 y en su infancia y juventud aquel aparato era algo impensable. Pero ocurrió. Y así como la tele vinieron otros descubrimientos que hicieron que nuestras vidas cambiaran, para bien y para mal, como en todo. Las armas, por ejemplo. Siempre hemos inventado mejores y más eficientes maneras de matarnos, y esto a la par que los descubrimientos en materia de salud y nutrición, los cuales han extendido nuestra expectativa de vida, pero no siempre han mejorado nuestra calidad de vida. Porque eso no le corresponde ni a la medicina ni a la tecnología, sino a la cultura, el civismo y al cultivo del sentido común. Y de eso último hay poco interés por desarrollarlo. El punto es que nuestra historia se balancea entre querer vivir más tiempo y mejor y regresar a la barbarie de la cual venimos. A veces una cosa pesa más que la otra y así estamos, en un consante ir y venir entre lo que sabemos es el camino más o menos correcto y el evidente retroceso hacia las oscuras profundidades que con tanta frecuencia nos llaman y jalan con un siniestro y malévolo suspiro.
Días después se volvió a tocar el tema; -¿Siempre son buenos los avances tecnológicos? -preguntó la niña-. Los avances no son ni buenos ni malos, -contesté-, sino el uso que les damos. El niño intervino: -Una pistola en sí misma debe ser mala, pues ha sido creada para matar, no para permanecer neutra. Entonces caí en cuenta que de cierta manera tenía razón: algunos objetos podían ser intrínsecamente malos, pues son una proyección de nosotros mismos y cargan toda nuestra buena o mala intención, nuestras pasiones más oscuras, desordenadas e ilógicas.
¿Por qué este contraste tan acentuado entre el avance y descubrimiento y la ignorancia? No lo sé y no creo poder responder a eso. Me sorprende cómo un ingeniero mecánico es capaz de aplaudir el que estemos preparando un retorno a la Luna y al mismo tiempo ser homofóbico, consumir comida chatarra y creer en brujería. Ejemplos como ése hay tantos. Me queda claro que el asunto aquí es, fundamentalmente, de educación. La pregunta es, ¿por qué mierda no estamos haciendo conciencia de esto y nos abocamos a construir un sistema educativo que resuelva todas estas mañas y vicios? Eso para mí es otro misterio. Bueno, no: nos vale madre. Y por más que se intenten implementar procesos y campañas para educar a la gente sencillamente no ocurre. ¿Y sabe qué es lo más frustrante? Que estas inicitaivas no funcionan inmediatamente: ¡llevan décadas! Y nosotros no tenemos para cuando empezar. Hace unas semanas compré un pase general para las clases en línea Masterclass. Acabo de terminar la de Joyce Carol Oates. En un módulo dice algo esencial: (dirigiéndose a los escritores jovenes) “si quieres aprender a escribir, tienes que leer los clásicos, tienes que aspirar a cosas grandes, monumentales, solo así vas a lograr aprender manera profunda y correcta”. El problema es que hemos dejado a un lado la educación clásica; hay tanto mugrero impreso —y en línea— que llama la atención, pero no posee la calidad de contenido que se requiere para llevar a cabo un cambio como el que estoy proponiendo. Alguien comentó que aquello de leer libros que tienen más de cien años era una pendejada: -¡hay que actualizarse! -dijo. No, pendejo, por eso se llama “literatura universal”, porque trasciende países, lenguas y tiempos. Putamadre.
Ayer estábamos mi mujer y yo bebiendo whisky en la sala. La niña se acercó con un LP en la mano; -¿qué es Black Sabbath? -preguntó. -Bueno, -respondí-, es de las pocas cosas que nos acercan a la civilización y nos alejan de la barbarie. -¿Lo ponemos?- dijo mientras lo sacaba de su funda de cartón. Entonces encendí la consola y mientras las ventanas temblaban con los acordes de “Electric funeral” declaró: -definitivamente se oye mejor la música en el disco de plástico con la aguja de metal. -Sí, confirmé.