En secundaria me volví ateo. Y la primer pregunta que me hice cuando dejé de creer en Dios fue precisamente qué idea de Dios había abandonado. Porque no es tan fácil como decir “no creo” y ya. Así como hay muchas maneras de creer, así las hay de no creer.
En la prepa leí a Spinoza. Nuestro querido profesor de filosofía, Daniel Gómez Montesinos, estaba un tanto peleado con la idea de creer en Dios y, al mismo tiempo, de abandonarlo para siempre. Un día nos dijo que él veía a Spinoza diciéndole a Dios: —Puedes seguir siendo Dios, pero no puedes estar por encima de las leyes que has creado en este universo.
Así, entendí que el profesor lo que quería decirnos es que Spinoza logró disolver a Dios en su propia creación, y que de alguna manera lo inutilizó, pero, al mismo tiempo, lo inmortalizó. Aunque de una manera pasiva, pero no se deshizo de él.
Spinoza afirmaba que “todo es como debe ser”; pienso que esto quiere decir que en un mundo así las cosas están no predeterminadas, pero sí fijas en un sistema que puede explicarse y en el cual debemos renunciar a mirarlo de acuerdo a nuestras pasiones, caprichos, berrinches: hay que contemplar el universo con sus condiciones preestablecidasy aceptar que nosotros somos parte de ese mecanismo y que no podemos estar por encima de él.
Yo digo que somos un fragmento infinitesimal de la creación. Nada especial, ni particular o pensado con tales o cuales características, sentido u objetivo. Somos un accidente. No importa por qué estamos aquí, de dónde venimos ni a dónde vamos, porque nada de eso tiene importancia. Simplemente estamos aquí y ahora. Y eso, en tanto que no pueda parecer mucho, lo es todo. Y yo estoy muy contento de que sea así. Primero porque no tengo a dónde ir —que no sea aquí mismo— y segundo porque nada en mí experiencia me indica que debería seguir tal o cual camino. Estoy donde debo estar y vivo de la misma manera. A veces cambio de opinión y me contradigo, y eso está bien, porque uno no debe aferrarse a nada, especialmente a las ideas que otros nos inculcaron. Hay que aprender a vivir bajo nuestras propias conclusiones. Cada fase de nuestras vidas es distinta y exige actitudes y posturas que van de acuerdo con la sabiduría que poseemos en ese momento. Queda mucho qué aprender, qué pensar y qué descubrir. Hay que estar relajados y asimilar las cosas según se van presentando, y hay que hacerlo con una mente crítica y no caer en fanatismos.
Y volviendo al tema de Dios, me pregunto si estamos frente a un ser misterioso, esencialmente ignoto, ausente, disgregado o frente a uno que, sencillamente, le vale verga. Me queda claro que todas las construcciones abstractas sobre la naturaleza, potenciasy formas de Dios resultaron ser solo eso: interesantes ideas que iban de acuerdo a las modas y tendencias culturales e intelectuales del momento en que se crearon.
¿Qué tanto se sabe o se puede saber de semejante ser? La historia ha probado esto: nada. Todo ha sido creación nuestra, una puesta en escena con miles de permutaciones que parece no tener fin. Dios nunca se va a revelar ante nosotros y nosotros nunca podremos descubrirlo, develarlo.
A lo mejor Dios sí existió, dio vida a este universo y luego se retiró no a contemplar su obra, sino a formar parte de ella. Quizá existan una gran variedad de dioses, cuya función sea crear universos y realidades, según sus propios caprichos, intereses e ideas de sí mismos, y el nuestro sea solo una de esas realidades, creada por una mente perversa, ingeniosa, cínica, fría, distante y, al final, despreocupada y profundamente indiferente. Y ése es el Dios que nos tocó. Pudo haber sido peor.
El caso es que estamos lejos de comprendernos a nosotros mismos y al vastísimo e insondable universo del que somos parte. Hay mucho camino por recorrer. Llevamos unos cuantos miles de años con esta aventura: apenas estamos empezando. Dejemos a Dios envuelto en su propio misterio.