El tema siempre me ha fascinado. En la secundaria di con un libro muy interesante: el fabricante de zapatos, de Flora Rheta Schreiber. Es la misma autora de Sybil, la historia de una mujer con un trastorno disociativo particularmente intenso y que sirvió de base para el guión de una película. El fabricante de zapatos cuenta la historia de Joseph Kallinger, un tipo seriamente perturbado que protagonizó una serie de homicidios horrendos. Una parte me asalta; el tipo va caminando por la calle y ve una cabeza flotante que lo acompaña y que le va diciendo cosas. Imaginar que uno viaja con una cabeza suspendida en el aire y que da indicaciones para matar y torturar gente es de lo más inquietante.
Recuerdo otro caso, el del ruso Andrei Chikatilo. Esta también fue una historia importante que pasó a la pantalla grande con el título de Ciudadano X. Chikatilo exhibía comportamientos muy extraños: apuñalaba repetidamente a sus víctimas al tiempo que eyaculaba, pues como tenía problemas de erección, el cuchillo servía como extensión de su pene. Luego les sacaba los ojos bajo la creencia popular de que estos conservaban la última imagen registrada en la retina antes de morir. Después evisceraba los cuerpos y les cortaba la punta de la lengua, el clítoris y los pezones y los comía. Al final, les metía hojas y tierra en la boca para mantenerlos callados.
Aquí en México tenemos varios asesinos seriales notables, como el caníbal de la Guerrero, Andrés Mendoza –el descuartizador de Atizapán– y el monstruo de Ecatepec.
Un especialista me comenta que entre la ciudad y el Estado de México se calcula que deben existir cerca de 10 asesinos seriales.
–El problema es encontrarlos –dice– y eso se debe en parte a que no se tienen las líneas de comunicación efectivas entre las diversas dependencias de ambas entidades. O sea que vivimos entre homicidas desquiciados y no lo notamos. Y además, las probabilidades de detectarlos son bajas. Basta con ver el índice de feminicidios para darnos cuenta de que los monstruos sí existen y andan sueltos.
Los asesinos en serie siempre han existido. No se le puede echar la culpa ni a un sistema político, religioso o económico; los rusos intentaron negar el caso de Chikatilo pues, argumentaban, eso era un signo de la decadencia capitalista. Pronto se dieron cuenta que tal no era el caso.
La verdad es esta: hay asesinos de este tipo en todas partes y en todos los tiempos, y los seguirá habiendo, porque esa es una parte de lo que somos, no tiene remedio. Lo que sí tiene solución es la prevención estadística del fenómeno y la detección temprana de los homicidas. Y esas son dos cosas que en México sencillamente no son eficientes. Aunque el fenómeno está bien estudiado en otros países –notablemente USA– aquí no se le toma muy en serio. La mecánica interna de nuestra sociedad lo impide. Películas y series televisivas sobre el tema han ayudado a que la gente entienda que se trata de un problema real y muy grave.
El monstruo verdadero es otro: ese que a través de un proceso de corrupción, ignorancia y pereza, nos mantiene en un esquema de ceguera y pasividad. Y vulnerabilidad. Y ese monstruo ha ido creciendo, alimentándose de nuestra estupidez y falta de atención. La violencia urbana, la del narco, la intrafamiliar y todas esas manifestaciones tienen su modo de tratarlas, pero el fenómeno de los homicidios seriales es el más inquietante y sigiloso. Cómo saber quiénes son esas personas que van a desaparecer a nuestros familiares y hacerles todas esas cosas horrendas. Cómo adelantarnos a ellos. Cómo.
Adrián Herrera