En el cuento The collecting team, de Robert Silverberg, se narra la historia de una nave espacial de investigación que aterriza en un planeta. Los ocupantes comienzan a hacer observaciones sobre la fauna y pronto descubren algunas anormalidades; las especies no pelean entre sí, más bien conviven en un tipo de armonía inusual y, más preocupante, presentan rasgos evolutivos discímiles, no concordantes con una evolución generalizada en un planeta. Entonces alguien sabotea la nave y se dan cuenta que ya no pueden salir de ahí. Al final descubren que el planeta es un zoológico de una raza alienígena superior que colecciona animales de distintos mundos y ellos han sido efectivamente integrados a la colección.
Una nota en un periódico japonés menciona que en cierto acuario, los peces comienzan a extrañar la presencia de los visitantes; se colocan frente al vidrio de las peceras y buscan, cofundidos, a los curiosos paseantes mientras se preguntan qué coño podría estar ocurriendo. Hace muchos años leí una nota roja que me dejó estupefacto; una anciana solitaria que vivía con 20 gatos enfermó. Cada semana un provedor pasaba a dejar una caja de comida para gato. Esa semana a la anciana le dio una embolia y quedó paralizada. Los animales comenzaron a tener hambre. La anciana empeoró y luego de unos días murió. Al no saber de ella, familiares fueron a investigar, forzaron la puerta y encontraron el cuerpo terriblemente mutilado, comido por los gatos y su insaciable apetito.
Hay animales a los cuales los hemos acostumbrado a nuestra presencia, pero hay otros que hacen lo contrario: nos evitan. Todo tiene que ver cómo hemos estructurado esta relación con el entorno; empezando por nuestro cuerpo, donde viven cientos de millones de microorganismos, desde hongos, bacterias y parásitos, pasando por nuestras casas, donde alojamos animales domesticados, luego están las granjas y ahí mantenemos animales que nos sirven para trabajar y comer, después tenemos a los animales que entrenamos para entretenernos, como las carreras de perros y caballos, las peleas de gallos y los animales de circo. Al final salimos a la naturaleza a fotografiar animales y a cazarlos.
Creo que debemos cuestionar estas relaciones. Hay una desproporción evidente que está causando un efecto pernicioso a nivel global.
Luego de unos meses de encierro por el tema de la cuarentena pandémica, circulan fotos de una variedad asombrosa de animales metiéndose en territorios usualmente reservados para comunidades humanas. En mi ciudad se reportan constantemente presencias de osos invadiendo casas; se meten a las albercas a refrescarse, hurgan los basureros, irrumpen carnes asadas y se meten a las casas a fisgonear. Uno, incluso, se quedó dormido en el sofá de la sala mientras los dueños, aterrados, esperaron encerrados en el ático a que llegara la autoridad encargada.
He visto fotos de animales de zoológico aburridos; un oso reclinado sobre la pared, deprimido. Un pingüino mirando al horizonte, como esperando a que lleguen otros como él, un león abatido por la deseperanza y otras especies que sencillamente no entienden por qué están ahí, encerradas, siendo alimentadas de manera cíclica, pero sin la presencia de hordas de micos inteligentes mirándolos, elaborando muecas y sonidos bizarros y arrojándoles comida.
¿Nos habremos vuelto animales de zoológico sin haberlo notado?
Porque el encierro no es solo físico: es un problema de percepción. Pero claro, el encierro se encuentra representado, para mi gusto, en las ciudades y su mezcla infame de rutinas y trazos urbanos. ¿Se fija que en la ciudad somos tan predecibles? Sabemos cuándo un lugar como Costco va a estar saturado, cuándo no hay que ir al cine, los horarios de comida son siempre los mismos, las rutinas lo son absolutamente todo: representan el esqueleto funcional de la gran ciudad.
Nos hemos acostumbrado a vivir de esa manera. Nos hemos hecho la idea de que así deben ser las cosas y, de romperlas, caeríamos en un desorden angustiante que amenazaría nuestro bienestar y, más importante, nuestro futuro. Bueno, pues ese maravilloso escenario ya ocurrió: el virus vino a cuestionar, a cambiar ese estilo de vida, esa maquinaria absurda.
O casi. Creo que poco a poco volveremos a la comodidad de nuestras rutinas, de las compras por internet, de las series de Netflix, de los posteos en redes sociales haciendo bailes ridículos, de fotos de nuestras abominables mascotas y de todos esos hábitos detestables que solo ponen en evidencia de lo que realmente somos: animales encapsulados en sus propios esquemas de percepción de la realidad buscando comodidad, animales alienados por su propia maquinaria de vida cotidiana cíclica. Me queda claro que no hemos terminado de adaptarnos del todo a la tecnología virtual y que nos hemos encapsulado para evitar el mundo natural. Ya estamos pagando las consecuencias.
Por lo pronto, somos una especie más en un zoológico absurdo en un planeta que, a fuerza de mucho trabajo, lo hemos hecho extraño. Eso: un mundo extraño que ya ha perdido su armonía original. No se cuánto tiempo podremos seguir viviendo así, neta.