Con mucha frecuencia el Presidente de la República, cuando se refiere a sus adversarios los menciona como los tecnócratas, los del régimen pasado, los conservadores, los neoliberales, etc., y uno piensa que, en efecto, con las decisiones que ha tomado y las medidas que ha aplicado en materia de políticas públicas -especialmente en la económica- las cosas pintan diferentes a como las dejaron aquellos personajes; sentimos ahora que estamos experimentando algo que muchos le denominan -no sólo por el tiempo cronológico, sino básicamente también por los contenidos y acciones de gobierno- el postneoliberalismo.
Como la expresión así planteada no nos dice mucho, creo necesario comentar algunas cosas que, estoy seguro, nos ayudarán a aclarar lo que significa el término. En tal sentido debo decir que, habiendo varios modelos y versiones de lo que fue el no tan viejo neoliberalismo en el mundo, para fines del presente artículo sólo tomaré como referencia el que se aplicó en nuestro país, independientemente de las semejanzas que haya tenido con otros esquemas que se ensayaron en el resto del mundo.
Pues bien, la expresión postneoliberalismo en el México de hoy, puede aludir, 1) o bien a ideologías y prácticas que sólo en apariencia son distintas a las que “ortodoxamente” nos recetaron desde los gobiernos de Miguel De La Madrid (1982), hasta el de Enrique Peña Nieto (2018), pero que en su esencia siguen estando alineadas a los intereses de las grandes potencias económicas, a los dictados y condiciones de los organismos financieros internacionales (en particular del FMI y del BM) y a lo que se conoce como el Consenso de Washington, que no es otra cosa más que el visto bueno que dan tanto el gobierno de EEUU, como la Reserva Federal de aquella metrópoli a las políticas de estabilización y de ajuste que ellos han venido “recomendando” o “recomiendan” a los países dependientes, como el nuestro.
Sobra decir que todas esas medidas son de tipo neoliberal porque parten y comparten su credo más importante, que es pensar que el libre mercado lo es todo, o casi todo, pues gracias a la intervención de una supuesta mano invisible, surgen o se establecen desde su propio seno los equilibrios necesarios entre la oferta y la demanda, e incluso en toda la economía; por lo que, a partir de ese mismo dogma sus fanáticos y uno que otro adherente, derivan la idea de que no es necesaria la intervención del Estado para que regule los procesos económicos; e incluso, yendo más allá de lo racional, sostienen que, a fin de facilitar la oportuna presencia de los tan ansiados equilibrios, debe promoverse (y defenderse a ultranza) la privatización, o desincorporación (como ellos le llaman) de las empresas públicas, y para completar su esquema, miran también como una necesidad, el mantener ajustados los salarios por debajo de los índices de inflación, agregando, como joya de la corona neoliberal, el imperativo de enajenar los bienes nacionales, en especial el territorio, el agua, el petróleo, los minerales (oro, plata, litio, etc.), la flora, la fauna, e incluso hasta los propios pueblos, previa modificación de las leyes correspondientes y la aprobación de las famosas reformas estructurales.
Toda esta cuestión, si bien ha sido oportuna y detalladamente denunciada por el presidente de la República en sus conferencias mañaneras, no impide, sin embargo, que los veteranos del neoliberalismo mexicano intenten restablecer, en una versión más “refinada”, aquél viejo “modelo”, y en aras de lograrlo están, por lo visto, dispuestos a reconocer que en efecto, en aquella “versión” algo les salió mal, porque no hubo crecimiento económico, no disminuyó el número de pobres -sino al contrario-; el país perdió soberanía, les ganó la corrupción, la riqueza se concentró en muy pocas manos, se negó el bienestar a las mayorías, o incluso -lo aceptan- el modelo entero se desgastó y finalmente entró en una crisis irreversible; pero que, no obstante todo eso, ellos buscarán la manera, no de replicarlo el modelo en su conjunto, sino más bien de acoplarlo a los nuevos tiempos y circunstancias, tal como recientemente lo mencionó, en términos de reproche, Carlos Slim a sus pares de la clase empresarial. En lo que sí son claros es que lógicamente no optarán por un modelo que obstaculice sus negocios y ganancias; su disposición, en todo caso, es la de acordar con el Estado las reglas bajo las cuales entrarán a una economía de tipo mixto, y hasta ahí. Nada de medidas anticapitalistas que obstaculicen el libre mercado, o que exagere la intervención regulatoria del Estado, aunque sí podrían aflojar algunas tuercas para suavizar las condiciones de superexplotación que significó el llamado “capitalismo salvaje” o neoliberalismo, y buscar también ahí, en el terreno político laboral, los equilibrios de los que hablan.
2) O bien, para retomar lo que decíamos inicialmente, el posteneoliberalismo puede aludir (aun siendo calificado por algunos autores que parafrasean a Lenin, como “la fase superior del capitalismo mundial”, porque justo en este momento está situado en el cenit de la globalización) al avasallamiento que en todos los sentidos, pero en particular en términos económicos, impone a todos aquellos países que siguen cumpliendo aquella sentencia gringa de “su destino manifiesto”, que es el de ser sempiternos exportadores de materias primas y al mismo tiempo receptores de espejitos y productos chatarra, sin muchas posibilidades de orientar su política económica de acuerdo con sus propias necesidades e intereses. Hacerlo sería toda una hazaña porque tendrían que modificar su particular inserción en la economía mundial y diseñar estrategias que les permitieran ir fortaleciendo su soberanía e independencia para mejorar sus niveles de desarrollo. El Plan y la política económica que ahora Andrés Manuel López Obrador está implementando -que en mi artículo anterior lo calificamos como de Revolución Pasiva- me parece que, en general, se ubica en esta perspectiva, porque, poco a poco, fuera de las deseadas purezas del modelo, se está alejando del viejo neoliberalismo.
O, ¿usted qué opina, estimado lector?