En los últimos años me he maravillado, y sigo maravillándome, de cómo los mercados ignoran los acontecimientos políticos y económicos más dramáticos. Pandemias, guerras, el derrumbe del sistema comercial global, el ascenso del nacionalismo de derecha y el populismo de izquierda, nada parece desestabilizar los espíritus animales de los inversionistas.
Se han dado muchas razones para eso, desde las aún elevadas ganancias corporativas hasta la promesa de la inteligencia artificial (IA) y el llamado TACO trade (decisiones en materia de política comercial del gobierno de Trump que luego dan marcha atrás). Pero me gustaría proponer otra: el mundo todavía no define una nueva narrativa económica. Hasta que lo haga, es probable que permanezcamos en un periodo de incómodo estancamiento del mercado.
Históricamente, las economías políticas suelen definirse por narrativas amplias y de gran alcance. El mercantilismo del siglo XVIII dio paso al laissez-faire del siglo XIX, que al final creó el keynesianismo, que a su vez dio paso a la revolución Reagan-Thatcher y a la era neoliberal.
Pero en la actualidad no existe una narrativa única sobre el lugar en el que nos encontramos ni qué nos depara el futuro. En cambio, existen varias narrativas que compiten entre sí en torno a la globalización, la inflación, los mercados de capitales, la política y la tecnología. Todo esto crea una especie de efecto Rashomon: los mismos datos y eventos pueden ser interpretados de forma contradictoria por diferentes participantes del mercado.
Sabemos, por ejemplo, que el sistema comercial global está en constante cambio. Desde 2017 ha habido menos comercio entre socios geopolíticamente distantes. Las principales economías se están “aislando”, como lo expresa la consultora Kearney, centrando su atención en la autonomía nacional en lugar de la integración global.
Sin embargo, como me comentó un participante asiático en una conferencia de directores ejecutivos a la que asistí hace dos semanas, todo esto “ocurre en un espectro”. Si nos situamos en el Pacífico, “hay más globalización que antes y es probable que siga aumentando”.
De acuerdo con un informe reciente de McKinsey sobre la evolución del comercio mundial, de los 50 corredores comerciales más grandes de la actualidad, 16 experimentarán un fuerte crecimiento incluso con un aumento de 10 por ciento en los aranceles globales y de 60 por ciento en los aplicados a China y Rusia. Estas son las nuevas vías que conectan a las economías emergentes, desde India hasta Medio Oriente.
El efecto Rashomon también se manifiesta a nivel empresarial. El sector al que uno pertenece es fundamental. Pero el tamaño también lo es. La disrupción comercial provocada por los aranceles será un factor de impulso adicional para las grandes empresas, ya que pueden desplegar más recursos que las pequeñas para mitigar los efectos adversos.
Varios directores ejecutivos y expertos en cadenas de suministro con los que he hablado dicen que la optimización de la cadena de suministro luego de la pandemia en las grandes empresas ha sido tan significativa que muchas podrán amortiguar con una mayor eficiencia 80 por ciento o más de la presión inflacionaria relacionada con los aranceles.
No ocurre lo mismo con otras participantes. JP Morgan resalta que los aranceles de Donald Trump le costarán a las empresas medianas estadunidenses 82 mil millones de dólares o 3 por ciento de su nómina, lo que se traducirá en despidos y márgenes de utilidades más ajustados. Mientras, a los economistas les preocupa que muchas pequeñas empresas irán a la quiebra.
Si eso ocurre —y es algo que los funcionarios regionales de la Reserva Federal empiezan a rastrear— tendrá, a su vez, un impacto desproporcionado en el empleo y la distribución de la riqueza en las zonas rurales y las ciudades más pequeñas, que tienen menos grandes empleadores. Esto exacerbará el efecto superestrella geográfica, según el cual a los habitantes de las zonas urbanas que trabajan para grandes empresas les va bien, mientras que a los propietarios de pequeñas empresas y a los trabajadores de zonas menos pobladas no.
Esa división es parte de lo que alimenta la volatilidad política de EU y de muchos otros países. En Estados Unidos el populismo, tanto de derecha como de izquierda, está creciendo. Los que se encuentran bajo presión en los estados republicanos pueden votar por MAGA, mientras que los jóvenes liberales que no pueden pagar el alquiler en la Gran Manzana apoyan a Zohran Mamdani, un socialista demócrata que puede ser el próximo alcalde de Nueva York.
Sospecho que esta narrativa se repetirá en las elecciones presidenciales de 2028 si los demócratas terminan eligiendo a un populista económico como candidato, algo que tienen toda la razón dado el fracaso de los centristas, incluida Kamala Harris. Pero esta dinámica abre la puerta a aún más incertidumbre sobre el futuro de EU.
Como reveló una encuesta reciente del Deutsche Bank, los inversionistas están divididos a partes iguales sobre si creen en el futuro del excepcionalismo estadunidense: 44 por ciento fue optimista, creyendo que ningún otro país puede competir en crecimiento y dinamismo. Sin embargo, 49 por ciento consideró que la posición de Estados Unidos se va a erosionar en los próximos años, y 78 por ciento prefiere que se mantenga la paridad entre el euro y el dólar durante el próximo año, aunque la proporción fue de 50/50 en cinco años.
Como si no fuera suficiente incertidumbre, también hay que considerar la IA. ¿La tecnología impulsará la productividad, manteniendo altas las ganancias y los precios de las acciones? ¿Desplazará empleos demasiado rápido, provocando un mayor desempleo y una mayor reacción populista negativa? ¿O ninguna de las dos? ¿Qué países y empresas saldrán ganando? ¿Podemos siquiera afrontar los costos de la energía y el agua?
No hay una respuesta clara a estas preguntas. Nunca he visto tantos vectores que influyan en el mercado al mismo tiempo en ningún momento de mi carrera. El hecho de que los mercados todavía no reflejen esto no significa que no lo harán.