Durante más de diez años, la cineasta marroquí Asmae El Moudir cargó con una historia que parecía imposible de contar. Su película, La madre de todas las mentiras nació de ese peso: la represión de las protestas del pan en Casablanca durante los años ochenta y el silencio que, desde esa época, cubrió a su familia y a todo un país. la película no solo busca respuestas, también abre una herida que durante años se mantuvo cerrada.
La ausencia de fotografías de su infancia fue el punto de partida. De aquellos años “solo tengo una fotografía” explicó Asmae El Moudir a MILENIO, y fue, frente a ese vacío, que decidió construir su propia memoria, “me interesó contar la historia sin esas imágenes, pero fue muy difícil, así que fue como una terapia. Sobre todo para mi abuela y muchas otras personas, porque tenían miedo de hablar sobre ese momento tan doloroso”.

Para contar la historia, Asmae recurrió a una técnica artesanal. Junto a su padre, recreó en miniatura el barrio donde creció: casas, calles y personas convertidas en muñecos a escala; la idea surgió como una solución a la falta de permisos para filmar en locaciones reales y como una forma de proteger a quienes compartieron su testimonio, “fue una necesidad, construimos la maqueta durante ocho meses y filmamos como en un set real”.
“Tuvimos los mismos problemas que en un set real y tuvimos que corregir la luz y crear iluminación en miniatura. El proyecto me llevó siete años de archivo propio con una cámara pequeña, ocho meses de construcción, dos meses de iluminación, seis meses de rodaje de la última parte y dos años de edición. Edité la película con mi amiga y mentora Nadia Ben Rachid. Pasamos dos años editando 500 horas de material”, explicó Asmae.

Respecto a la censura, “está en todas partes”, dijo El Moudir, “Incluso hoy, en Europa, hay censura. No lo digo solo porque esté en África o en Marruecos, hablo de ese miedo profundo que también viene de dentro de mí: tengo que proteger a las personas que confían en mí y en mi cámara. No fue fácil convencerlos, y cuando lo logré, tuve que pensar mucho más en la manera de contar la historia. A veces poco tiempo para rodar y tuve que resolver”.
En pantalla, la historia personal se funde con la memoria colectiva, las voces de su infancia y de vecinos se cruzan para desenterrar recuerdos prohibidos, en especial los de Abdullah, que por primera vez habló sobre lo que vivió en una celda, “me preguntaba si había sido buena idea pedirles que hablaran, pero al paso del tiempo puedo decir que sí; después de dos años de haber hecho la película me siento libre y ya nada es un tabú”, dijo.
“Para ser honesta, cuando hablamos después de un largo silencio, duele, especialmente mi abuela. Ahora puedo decirte que funcionó. Como cineasta, no estaba segura de que este laboratorio, esta experiencia, pudiera aportar o cambiar algo, pero ahora sí puedo decir que sí: después de dos años del estreno, me siento realmente libre para hablar. La relación, la interacción que creé con mi familia funciona muy bien a través del cine”, dijo.

El impacto en Marruecos fue claro. La película se estrenó en el Festival de Cine de Marrakech y llegó a salas de cine en febrero del año pasado con funciones agotadas y proyecciones en universidades. Más allá de la película, los tiempos permitieron a las nuevas generaciones abrir el debate que por años no pudo ocurrir y la historia de Asmae y su familia llegó incluso a la lista corta de los Premios Oscar, así como a otros festivales de cine como Cannes.
Tras un recorrido amplio por festivales de cine y permanecer por meses en la cartelera francesa, La madre de todas las mentiras llega a salas mexicanas con un mensaje que trasciende fronteras: “el cine no puede cambiar el pasado, pero sí darnos el valor de mirarlo de frente y sanar”, explicó Asmae, sobre su historia que, sin miedo, comienza a revelar la verdadera conversación sobre lo ocurrido en Marruecos en los años ochenta.