Hice una breve gira por Alemania que incluía las ciudades de Bielefeld, Bochum y Siegen. Se me ocurrió hacer una lista de lugares que nunca pensé visitar; ciudades que nunca supe que existían hasta que recibí la invitación. Ya recurriré a mi bitácora que se guarda en los correos electrónicos, pero ahora recuerdo algunos sitios en Francia: La Ricamarie, Salon de Provence, Saint Yorre, entre otras. En Portugal están Matosinhos, Portimao, Leiria o Covilha. En Argentina: San Francisco o Carlos Paz. Y así en otros países. El escritor va doquiera donde haya lectores, y eso lo hace sentir como el pan Bimbo.
Me encontré con mexicanos en estas, para su servidor, ignotas tierras alemanas. Lo que para mí es una circunstancia libresca, para ellos fue una sucesión de contingencias que los llevó a estar donde están. Ninguno de ellos tuvo el sueño de vivir en Bochum o en Bielefeld, pero ahí están. Estudios, trabajo, amores. Cualquier imprevisto es bueno para establecerse en un recóndito sitio.
Quien vive en París, Madrid o Berlín, nunca tiene que explicar por qué está ahí; pero los mexicanos en Krefeld o Besanzón han de contar su historia una y otra vez. Y no es asunto de pueblo pequeño. Cientos de veces yo tuve que relatar la historia que me llevó a vivir a Varsovia.
El día que esto escribo me amaneció en Siegen. Me enteré de que ahí había nacido Peter Paul Rubens y me lancé al museo que tiene una sala dedicada al pintor. En mi prisa por no perder el tren, malcrucé una calle. Entonces me vino una idea: ¿qué ocurriría si Toscana muriese en Siegen?
La historia tendría algo de patético. “Muere escritor mexicano en Siegen”. La nota tendría que aclarar dónde diablos queda ese lugar. Y yo ya nunca podría explicar por qué morí justo ahí. El embajador de México en Alemania se sentiría justamente molesto. “¿Cómo se le ocurrió matarse allá?” y enviaría al doblemente molesto cónsul a que se encargara de los trámites. Encima, el imprudente Toscana no dejó dicho nada. ¿Adónde mandamos el cadáver? ¿A México? ¿A Madrid? ¿A Cracovia? ¿Lo echamos en un féretro hermético? ¿Lo cremamos aquí mismo? ¿Tiene la embajada presupuesto para eso? ¿Dónde vive la viuda? ¿Quién le da la noticia? ¿Tiene alguna propiedad funeraria?
Regresé del museo a la estación de trenes con más precaución.
Ahora estoy en el aeropuerto de Düsseldorf, listo para volver a Madrid. Prometo cruzar las calles con precaución. Y, en caso de no hacerlo, las potenciales dudas del embajador en Berlín serán las de Roberta Lajous, que acabará por enviar al buen Jorge F. Hernández a identificar mi cadáver. “Sí”, dirá Jorge, “es él”. Y con la santidad que me da la muerte, agregará: “Fue un buen escritor”.
ÁSS