Cultura
  • Rosario Castellanos: viajera de nuestros tiempos

  • Centenario
  • En cartas, columnas, diarios y novelas, Rosario Castellanos construyó una vida en tránsito. A partir de su correspondencia es posible reconstruir, pero también imaginar, las andanzas de Rosario Castellanos por el mundo.
Rosario Castellanos (al centro) y la poeta Dolores Castro (izquierda) a bordo del buque SSArgentina (1950). (Colección Gabriel Guerra Castellanos)

Cuando Rosario Castellanos escribió “Meditación en el umbral”, uno de sus poemas más reconocidos y citados, tenía 23 años. Era 1948, el año de la muerte de sus padres, y la joven poeta ya buscaba ese “otro modo de ser humano y libre” que la llevaría por los más diversos territorios geográficos y emocionales. Dos años más tarde, en 1950, emprendería su primer viaje transatlántico rumbo a España y entonces descubriría que viajar era esa forma anhelada de libertad. “Yo creo que ahora ya nunca sabré estarme quieta en mi casa, que siempre querré estar caminando, yéndome a alguna parte”, le cuenta a su futuro esposo Ricardo Guerra en una de sus muchas cartas, “cuando viajas permaneces tan poco tiempo en un lugar que no es posible que ese proceso de cristalización, de parálisis que los demás te imponen se cumpla. Y vives libremente”.

Rosario Castellanos nació y murió de viaje, como bien lo identificaron las investigadoras del Taller de Teoría y Crítica Literaria Diana Morán en Rosario Castellanos, de Comitán a Israel, uno de los pocos libros académicos dedicados por completo a la escritora. A las pocas semanas de haber nacido en la Ciudad de México, el 25 de mayo de 1925, sus padres la llevaron a vivir a la casa familiar en Comitán, Chiapas, que sería su hogar hasta que la familia tuvo que mudarse de nuevo a la capital del país en 1939 debido a las reformas agrarias que afectaron la economía de sus haciendas.

Castellanos viajó por México, Estados Unidos y Europa, y estaba en Tel Aviv, como embajadora en Israel, cuando murió en 1974 debido a un accidente doméstico. Ese año, poco después del deceso, en el prólogo a El uso de la palabra (1974), compilación de los artículos publicados por Castellanos en el periódico Excélsior, José Emilio Pacheco aseveraba: “Naturalmente, no supimos leerla”.

En el contexto de la llamada “Cuarta Ola Feminista”, las múltiples facetas y palabras de Castellanos están siendo revaloradas, como la profecía de Pacheco en ese mismo prólogo: “Cuando se relean sus libros se verá que nadie en este país tuvo, en su momento, una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de mujer y de mexicana, ni hizo de esta conciencia la materia misma de su obra, la línea central de su trabajo”.

En mi libro Viajar sola. Identidad y experiencia de viaje en autoras hispanoamericanas (2020) analicé las cartas de Castellanos a quien fuera su esposo, el filósofo Ricardo Guerra, como evidencia de una historia de literatura de viajes de mujeres latinoamericanas que solo puede entreverse en los márgenes de los archivos privados, donde las mujeres han dado cuenta de su paso físico por territorios que casi nunca las han hecho sentir bienvenidas. Sin embargo, aprovecho ahora este espacio para contrastar las Cartas a Ricardo —reeditadas en 2024 por la colección Vindictas de la UNAM— con una conversación epistolar menos conocida: la que sostuvo con su mejor amigo, el diplomático y traductor Raúl Ortiz y Ortiz: Cartas encontradas (1966-1974), publicadas por el FCE en 2022.

Estudiando de cerca esta larga y disciplinada práctica epistolar de Castellanos junto con los textos que enviaba semanalmente a Excélsior desde Israel es posible obtener una imagen lo más completa posible de esta mujer —a la vez tan mexicana y cosmopolita— que seguimos tratando de descifrar.

Imaginemos que, en lugar de escribir intimidades a su pareja, de intercambiar puntos de vista y confidencias epistolares con Raúl Ortiz y Ortiz, de sostener diálogos intelectuales con sus pares mexicanos, de trabajar en cientos de artículos periodísticos, Rosario Castellanos hubiera retomado esos fragmentos de su vida para construir una autoficción, un género literario tan recurrente en nuestros días, que mezcla la “vida real” con un poco de invención para crear una trama novelesca que tiene como protagonista a quien la escribe. Imaginemos entonces la vida de la autora chiapaneca, según sus propias palabras, despojadas de ficción.

Primeros pasos por Europa

En la década de 1950, Rosario, una joven inteligente y sensible, proveniente de un remoto pueblo en la frontera sur de México, decide estudiar Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México, aunque su verdadera vocación es ser poeta y ya empieza a ser reconocida por ello. El verano después de graduarse se involucra con Ricardo, también filósofo, quien se convierte en su primera pareja sexual y del cual se enamora irremediablemente. Después de pasar al menos una noche juntos, ella se marcha por un año a tomar un posgrado de Estética en Madrid, becada por el gobierno español. Como se esperaba de toda señorita de buena familia en ese tiempo, Rosario no viaja sola, sino que la acompaña su mejor amiga, la poeta Dolores Castro. Mientras Lolita se divierte con su prometido mexicano y aun con pretendientes de otros países, nuestra protagonista dedica su tiempo libre a escribir cartas a su amado, con el que empieza a mantener una relación a larga distancia con reglas poco claras, sobre todo de parte de él.

La joven y su amiga viajan “solas” en barco, en tercera clase y durante aproximadamente un mes, hasta Barcelona y de ahí en tren a Madrid. El gran viaje, su primero fuera de América, comienza en el puerto de Veracruz, con escalas en Cartagena, Curazao y Tenerife. Apenas el barco deja México, la joven poeta ya está escribiendo a su amado. Por ejemplo, de su escala en Tenerife le cuenta: “Fuimos Lolita, Carolina y yo a conocer la ciudad. Teníamos un poco de miedo por estar solas y ser de noche, pero, por fortuna, a los pocos minutos encontramos al alemán ese que habla un poco de inglés y a quien le traduzco (qué optimismo) y él nos acompañó”. Afortunadamente, el mayor riesgo al que se enfrentaron en ese paseo fue a una indigestión por comer pasteles en exceso. La experiencia resulta muy distinta cuatro meses después cuando Rosario y Lolita deciden viajar por Andalucía: “todas hábiles y mujeres de mundo”, y se detienen a dormir en Córdoba. “Fuimos a un hotel que nos habían recomendado y todos nos veían con hostilidad pues por lo que se ve no están muy acostumbrados a ver que viajen mujeres solas. Nos sentíamos bastante incómodas por este motivo y porque en la calle nos decían nuestras cositas de lo peor suponiéndonos un oficio que, dada nuestra situación, nos es imposible desempeñar. Realmente las personas que nos atribuyen actividades de vampiresas son demasiado optimistas y yo en el fondo me siento muy halagada”.

Si bien recorrer Europa con fines educativos y culturales había sido un privilegio de los jóvenes de las clases altas europeas y latinoamericanas, no era lo mismo para las mujeres. Ella estaba viviendo un grand tour diferente: “Cuando hemos hablado con otros niños viajeros nos damos cuenta de que las mujeres no podemos conocer la vida actual de ninguna parte, que hay una serie de sitios tabúes que no podemos frecuentar y que tal vez nos pondría en un contacto más directo e inmediato con la realidad actual de un país. No nos queda más que la historia, las ruinas. Y ya esto para nosotras es demasiado”.

Ya instalada en Madrid, Castellanos relata a Guerra, desde una mirada que hoy llamaríamos “con perspectiva de género”, sus primeras experiencias en las calles: “los muchachos se sienten de lo más árabe y quieren tranquilamente tener su haremcito y que las mujeres estén dedicadas a echarles incienso y si no se lo echan voluntariamente pues a fuerzas y con amenazas. Mensos”.

Sabemos que Rosario le es fiel a Ricardo, o al menos es lo que le asegura en sus cartas, aunque, eso sí, oportunidades no faltaron. Algunas terminaban en acoso, como cuando “un señor ya como de 35 años” la invita a salir y ante su negativa se convierte en su stalker. El relato de lo ocurrido podría haber sido un testimonio de #MeToo: “Ya estaba yo sitiada en la casa porque no se dignaba dejar de vigilar la puerta; eso que al principio era solo en las tardes se extendió hasta las mañanas de modo que al volver de la escuela me lo encontraba, y me daba lata por teléfono. En fin, un tipo de lo peor. Como yo nunca había tenido una experiencia de este tipo estaba al principio furiosa pero después tan asustada como Lolita que ya quería llorar”.

A pesar de las extensas cartas de Rosario, pocas veces parece haber respuesta del amado, quien solo de vez en cuando le envía alguna postal. A pesar de que la correspondencia se vuelve monólogo, Rosario no deja de esperar algún mensaje de Ricardo. ¿Se reunirá con ella en Europa en el verano?, ¿cuándo?, ¿dónde? Ella detiene los planes con las amigas de su residencia estudiantil porque espera sus palabras.

El verano llega, las amigas se van, la residencia cierra y ella debe buscar albergue temporal mientras espera, porque sigue creyendo que llegará alguna respuesta. Rosario anhela que el rencuentro sea en París, aunque está dispuesta a correr a alcanzarlo a donde él decida. Pero Ricardo nunca decide, o más bien decide no escribirle nunca más. Cuando regresa a México, se entera de lo que nadie quisiera enterarse por ajenos a una relación: él se ha casado con otra, con la pintora Lilia Carrillo.

Después de esto que hoy llamaríamos irresponsabilidad afectiva masculina, incluyendo el ghosting, la protagonista emprende un nuevo viaje para olvidarse de su amor, al único destino posible: el hogar en Chiapas. Desde una de sus haciendas familiares, Rosario reúne la fuerza necesaria para interpretar el silencio del amado como “una falta total de interés y amor”. Decepcionada y herida, decide terminar toda comunicación sin haber logrado descifrar “qué jueguito jugamos”.

Rosario Castellanos en 1958, el día de su matrimonio con Ricardo Guerra
Rosario Castellanos en 1958, el día de su matrimonio con Ricardo Guerra. (Colección Gabriel Guerra Castellanos)

Viajera local

La pausa epistolar de catorce años deja un hueco en nuestra autoficción difícil de resolver: ¿qué ha pasado entre enero de 1952 y septiembre de 1966? Sabemos por una breve correspondencia con el escritor Elías Nandino en 1956 y por artículos periodísticos posteriores que también esta fue una época de viaje, aunque quizá menos glamorosa; el viaje al interior del país no suele llamar la atención de los escritores mexicanos, como lo ha estudiado la académica inglesa Thea Pitman. Aunque la literatura de viajes tiene una larga tradición en México, suele ser escrita por visitantes extranjeros.

Si al leer las últimas desgarradoras cartas al joven Guerra alguien piensa que Rosario se quedó llorando en una hamaca de su hacienda chiapaneca, nada más alejado de la realidad. Nuestra protagonista no había olvidado sus ambiciones literarias. Quizá regresó a Chiapas para olvidarse de su amor por Guerra, pero importa sobre todo considerar la vuelta a casa como un renacer, un espacio privilegiado en el que podía dedicarse libremente a lo que más deseaba: escribir. Y escribió entonces una de sus mejores obras, Balún Canán, publicada en 1957, adelantándose al movimiento literario del boom latinoamericano.

Después de trabajar como promotora cultural en Tuxtla Gutiérrez, en la Escuela de Ciencias y Artes del Estado, y luego de unos meses de reposo forzado por haber contraído tuberculosis, Castellanos decidió instalarse en San Cristóbal de las Casas con el firme propósito de investigar y vivir entre los indígenas de la región. El resultado fueron dos obras de su llamado “Ciclo de Chiapas”: Ciudad Real y Oficio de tinieblas. Trabajar en el Instituto Indigenista le dio el tiempo y el dinero necesarios para continuar un proyecto literario, ideológica y geográficamente muy situado, pero también la oportunidad de volver a estar en situación de viaje. Nuestra protagonista no fue una funcionaria más sino la encargada de una compañía de teatro guiñol: el Teatro Petul, creado por dicho Instituto para comunicar a los indígenas mensajes relacionados con la salud, las cooperativas agrarias y la educación, a través de obras con guiones originales de la propia Rosario, quien así conoció de cerca problemas y personajes que encontrarían lugar en sus obras futuras, pero también sus espacios concretos, como lo demuestra una carta a Elías Nandino en que le dice: “Muchos de nuestros viajes los hacemos en jeep, sobre las brechas que ha abierto el Instituto. Pero todavía la mayor parte de la zona solo es transitable a caballo. Y vamos a caballo, a unos pueblos lejanísimos, para aprovechar su día de mercado, que es cuando se reúne más público, y dar nuestra función”. Estos viajes, a los que vuelve en posteriores artículos periodísticos, la harán descubrir espacios y lenguajes ajenos a su identidad de clase y género.

Al dejar de contarle, de confiarle, a Guerra sus viajes, su vida cotidiana y sus ideas, ese deseo de cronicarse siguió presente en Castellanos en una forma más pública, pero paradójicamente también muy íntima: a través de los artículos periodísticos que empieza a escribir para Excélsior en 1963 y que continuará hasta su muerte en 1974. En ese espacio, al que llegó por su amigo Julio Scherer García, entonces director del diario, Castellanos continuó un diálogo que había iniciado en sus cartas a Ricardo, pero con un destinatario más abstracto y que, sin embargo, habría de dar mayores señales de atenta escucha y respuesta. Este diálogo, hay que resaltar, se llevó a cabo desde la sección Editorial, en la cual los diarios solían desplegar a sus columnistas más apreciados.

Eterna creyente en el valor del diálogo como forma de romper el silencio del “yo”, nuestra protagonista continúa su búsqueda de interlocutor y, como Mallarmé, se aferra a imaginar en su lector de prensa a un “joven secreto” que será de ahora en adelante “mi cómplice y mi complemento”, como lo afirma en su columna del 10 de octubre de 1970.

Viajera cosmopolita

Sigamos imaginando que esto es una autoficción y entonces nos encontraremos con que la joven poeta es ahora toda una “señora” (hasta escribió un poema al respecto). Contra todo pronóstico, en 1958 se casó con aquel filósofo que le había roto el corazón a su regreso de Europa, ahora profesor de la universidad donde estudiaron y en la que ella no consigue obtener una plaza.

El 2 de enero de 1971 Castellanos comparte con sus “jóvenes secretos” de Excélsior la experiencia de regresar a París. En ningún otro espacio utilizó ni esta ni otra experiencia de viaje a tierras lejanas como punto de partida o tema central de su escritura. Quizá porque, como lo admitió entonces, “me parecería muy pedante andar presumiendo de cosmopolita”. Para entonces, Castellanos era ya una reconocida escritora, además de profesora universitaria y columnista de prensa. Se había casado con el amor de su vida, pero seguía viajando “sola”, como cuando nos cuenta sobre su viaje a París acompañada de su hijo Gabriel y la nana de éste, Herlinda Bolaños. En “Año nuevo: ¿vida qué?”, exhibe ante sus lectores las terrenales dificultades de una mujer que aspira a la vida nómada que ella ha iniciado de nuevo. Es consciente de su condición de privilegio dentro de las dificultades de género a las que se enfrenta, porque sin Herlinda no habría podido salir ni a la esquina: “¿Al cuidado de quién podría dejar, no únicamente a los niños [se refiere a los dos hijos de Guerra con Lilia Carrillo, que ella tomó a su cargo], sino también a la casa, a los libros, al gato que hay que abrirle la puerta para que efectúe sus correrías nocturnas?” Como Lolita en sus viajes iniciáticos juveniles, Herlinda se convierte en su compañera de viaje y si acepta irse a Israel como embajadora es con la condición de que Herlinda acepte irse con ella para ayudarla a cuidar a Gabriel.

En el contexto del post-68 mexicano, con la salida del rector Ignacio Chávez de la UNAM, la escritora había perdido su salario como jefa de Información y Prensa de esa institución. Según la correspondencia con su amigo Raúl Ortiz y Ortiz, se había convertido en la principal proveedora económica de su hogar, por lo que aceptó tomar un contrato de un año como profesora visitante en las universidades estadunidenses de Madison, Wisconsin y Bloomington, Indiana.

El viaje por Estados Unidos la expone de nuevo al contacto con “lo otro” y la lleva a romper la soledad tal como había descubierto en su primer viaje europeo. Sin embargo, ya no es a Guerra sino a su amigo Raúl Ortiz y Ortiz a quien le da testimonio de esta apertura. Castellanos quizá descubre, por fin, que la igualdad entre interlocutores es posible. Traductor y profesor universitario, Ortiz y Ortiz no solo le responde en cantidad equitativa, sino que promueve la profundidad y la constancia del diálogo. A él es a quien le reserva ahora sus reseñas de novedades teatrales y de cine, sus lecturas, su breve visita a Nueva York con Gabriel, de 5 años, y su nana Herlinda.

Raúl y los jóvenes secretos

Cuando en 1971 es nombrada embajadora de México en Israel, Castellanos sigue contando con la constancia del intercambio epistolar intelectual con Ortiz y Ortiz; es a él, más que a sus “caros lectores” de Excélsior, a quien le comunica sus más honestas reflexiones sobre la vida en Israel, tanto la cotidiana como la política, incluyendo su desaprobación a la guerra de Yom Kipur; es a él a quien le cuenta los intrincados y frustrados intentos por ser miembro de El Colegio Nacional; a él a quien le pide consejo sobre la duda de publicar o no El eterno femenino; es a él a quien confía sus problemas domésticos y hasta con quien confía en practicar su inglés, ella que siempre se lamentaba de ser “monolingüe”.

La trama autoficcional de nuestra protagonista continúa entonces así: la viajera que ya no es tan joven, pero sigue teniendo oficio de poeta, entre muchos otros, es también ahora una mujer divorciada (después de trece años de matrimonio) y madre; a su modo sigue viajando sola, pero no tan ligera de equipaje. Ahora viaja en primera clase porque es la nueva embajadora de México en Israel. La protagonista tiene por fin un hogar en el que todo está pensado para ella, chofer y personal a su servicio. Además de recibir a altos funcionarios, a estudiantes viajeros, como ella lo fuera alguna vez, de invitar y ser invitada a múltiples actos sociales y culturales, nuestra protagonista debe también educar a su hijo, quien empieza a convertirse en su traductor oficial y en protagonista, junto con su nana Herlinda, de muchas de sus columnas. Podemos imaginarla escribiendo día y noche; además de reportes sobre su embajada, empezó de nuevo a escribir teatro y esto la hacía feliz.

La mujer siempre nómade decide mudarse a otra zona de la ciudad, frente al mar y teniendo por vecinas a otras embajadoras; es ahí donde empieza a decorar a su manera, eligiendo muebles y objetos entre sus idas y venidas a Jerusalén, donde ha empezado a dar clases de literatura mexicana, y a otros países a los que ocasionalmente se escapa, como Grecia e Irán, donde termina por encontrar tantos parecidos con México que casi se arrepiente de haber ido. Entre los nuevos objetos, el 7 de agosto de 1974 ha adquirido una mesa en un bazar de Jerusalén sobre la cual coloca una lámpara que conecta primero y limpia con un trapo mojado después. “La reacción fue fatal”, recordaría su amigo Ortiz y Ortiz.

Excélsior publicó a los tres días de su muerte el último artículo enviado por ella, “Jerusalén celeste, Jerusalén terrenal”. Quizá después de terminarlo, la escritora extrañó en la soledad de su hogar a su hijo, quien se había ido de vacaciones a visitar al padre en México, y entonces escribió esa crónica, que no fue de un viaje, sino sobre su estado permanente de viaje, ese “estar en Nepantla, siempre, en la tierra de nadie, en la tierra de en medio”, ese territorio de la memoria prehispánica con el que nombraba sus propios territorios emocionales. “Recado a Gabriel: donde se encuentre” se publicó el 26 de agosto de 1974. Fue su último relato a su interlocutor más querido, pero también con el que se despidió de sus presentes y futuros “jóvenes secretos”.

AQ

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