Hasta sus últimos días, la prosa (y la conversación) de José de la Colina mantuvieron su capacidad de fascinación, jovialidad y sentido del humor. Era un temperamento joven, lúcido y polémico disimulado detrás de un cuerpo indispuesto y una voz cansada. José de la Colina representó a ese hombre de letras que vive plena y felizmente en las profundidades, luminosidades y pormenores del libro, pero también al ser sociable y expansivo que se aparta por un rato de la conversación con los difuntos para charlar gustoso con los contemporáneos. Su obra es un paradigma de rigor, y al mismo tiempo de gracia, en géneros como el cuento, el ensayo, la memoria o la crónica urbana. Como cuentista, De la Colina lo mismo es autor de relatos extensos con personajes y tramas originales y perturbadoras que de muchas ingeniosas minificciones.
Libros suyos como Ven caballo gris o La lucha con la pantera son testimonio de un estilo entre cinematográfico y poético que, a partir del pretexto de lo cotidiano, salta las barreras de la realidad y se instaura en los reinos de lo salvaje, lo espectral o lo maravilloso. Otros, como Tren de historias o Muertes ejemplares muestran ese regodeo del maestro de la prosa que lo conduce a vagar gozosamente por los suburbios y lugares excéntricos de la narrativa como el relato mínimo, la recopilación de hablas o las escenas costumbristas. En el ensayo o en las memorias, De la Colina aderezaba su genio y oficio narrativo con otras competencias y, por ejemplo, Libertades imaginarias es un libro de gusto y pensamiento literario tan sutil como provocativo, un elogio de la literatura sin propósito pragmático y una condena de la banalidad utilitaria, mientras que “Personerío” es un testimonio conmovedor (verdaderas mininovelas de formación) de varios personajes, olvidados o eminentes, que el autor conoció en vida. En fin, ahí queda de tarea para los críticos del futuro una obra llena de novedades, varianzas y procedimientos literarios muy dignos de estudio.
Por lo demás, más allá de su propia obra, De la Colina fue un partero de vocaciones y en los suplementos y revistas de las que formó parte abrió espacios generosos, formó, informó, incitó y curtió a muchos jóvenes que aspiraban a escribir. Sin embargo, su aportación más festiva fue ese magisterio informal que ejercía en la tertulia. Por muchos viernes, en un grupo de amigos, su presencia era esperada con afecto y regocijo: a menudo llegaba provocando, se quejaba del tráfico y de lo poco que valía atravesar la ciudad por tan deslucida y poco docta concurrencia, el ala de choque de la mesa le respondía y, entre pullas y risas, comenzaba un desfile de devociones literarias (San Juan, Baudelaire, por sobre todos), referencias cinematográficas o evocaciones de la faz citadina de antaño y de la vida intelectual y bohemia de su generación. Era inevitable salir de esas charlas contento, achispado y, sobre todo, con unas ideas y un idioma más limpios.
ÁSS