Una vieja gloria del cine —borracha de nostalgia, harta de nadar en el olvido— sobrevive en una casona de las afueras de Buenos Aires en compañía de su esposo, un actor del montón y en silla de ruedas, un guionista tan ingenioso como frustrado y un director astuto pero resentido con la vida. Un día, la monotonía con la que este cuarteto de viejos espera el final de sus días se ve interrumpida por una pareja de jóvenes que están al frente de una voraz empresa inmobiliaria. Todos se ven inmiscuidos en una jugarreta del destino —ácida, deliciosamente llena de incorrecciones políticas— que habrán de librar no sólo estando atentos a la partida sino, sobre todo, al rival. En el ínterin, se desvelan intimidades (y mezquindades) del mundillo cinematográfico.
La trama, llena de diálogos casi perfectos (quizá porque han sido minuciosamente construidos durante ¡22 años!) pertenece a una fábula anclada a la realidad y revitalizada por Juan José Campanella, el director de cine argentino oscarizado por El secreto de sus ojos, que hace películas como quien hace estupendas travesuras. El otro día llegó —con el ego a cuestas— a la Academia de Cine (que, por cierto, tiene la ¿desgracia? de estar ubicada junto a la sede del Partido Popular; tan fachas ellos, tan progres los cineastas) para presentarnos El cuento de las comadrejas (la cinta más taquillera de este año en su país, según dijo) y contó que si tardó tanto en filmar esta película fue porque el propósito era enorme: rendirle un homenaje al cine. Lo hace, pero también va más allá: provoca una reflexión sobre el lugar que ocupan las personas mayores en la sociedad actual, sobre lo efímero que es el éxito y sobre la avidez humana (que —ejem, ejem— nos hermana con las comadrejas). Pero a todo esto se llega después de una sucesión de carcajadas.
La obsesión de este director siempre ha sido el amor de larga duración. No los primeros seis meses de relación en pareja (como hacen miles de “comedias románticas”), sino el cúmulo de años en los que, después de arrinconar la pasión, dos personas continúan juntas —acompañándose, soportándose— y su amor se torna negro al llenarse de reclamos, sarcasmo y hasta insultos constantes, los cuales, sin embargo, son incapaces de derribar la costumbre de estar juntos. Véanse, sobre todo, las “relaciones de antes”, las de nuestros abuelos, las de nuestros padres (todo hay que decirlo). “Me atraen las historias de aquellos que permanecen juntos durante muchos años: cómo mantienen y reconvierten su amor, cómo de pronto lo que parecía lindo empieza a molestar, cómo una risa cantarina empieza a ser una risa irritante, cómo algunos sentimientos se guardan en un cajón y no vuelven a salir, y cómo a partir de cierto momento todo esto se vive con normalidad. ¿No les parece súper interesante?”, abundó Campanella (que iba vestido, claro, de negro).
La película, en realidad, es una versión corregida y aumentada de Los muchachos de antes no usaban arsénico, “una cinta maldita que no tuvo suerte en su momento”, explicó el cineasta, “pero que hoy es de culto. Se estrenó una semana después del golpe de 1976, que desembocó en la última dictadura argentina, cuando le decían a la gente que no saliera a la calle, lo que obviamente no benefició al cine”. Al principio, Campanella pensó en transformar aquel filme en una obra de teatro (y se nota mucho ahora en la pantalla), pero desechó esa idea ante la oportunidad de celebrar el tipo de cine que lo formó.
El rodaje de esta fábula, como todos, guarda varias anécdotas, pero también desencadenó en este hombre calvo y de sonrisa fácil la que quizá sea la síntesis del oficio de director, esa en la que “todo depende de las elecciones que se toman: qué actores eliges, qué decides filmar y, de lo que filmas, qué decides mostrar luego. Es con la elección de los ingredientes cuando se consigue un buen platillo. En el cine, si tienes una buena historia y buenos actores, es fácil. Teniendo eso, al llevarla a cabo, sólo se trata de dirigir el tráfico”. Pero a reserva de todo esto, no está de más decir que ese aire antiguo que tiene la cinta, esas escenografías recargadas, esa atmósfera mordaz e inteligente y esos diálogos tan literarios como los de antaño, convierten a El cuento de las comadrejas en una muestra de ingenio a caballo entre el humor negro y el amor negro.
ÁSS