Una alegoría urbana (An Urban Allegory, disponible en MUBI) es de esas películas que dialoga con ese linaje francés que, desde la infancia, lanza esta pregunta existencial: ¿qué significa lo real?

Comienza el mediometraje y lo primero que escuchamos es el insistente golpeteo de una música que, en perfecta concordancia con el cuadro, resulta tan protagónica como el niño y la madre que estamos por conocer. Thomas Bangalter, exintegrante de Daft Punk, es autor de la banda sonora de esta obra de arte en que el cine se pregunta por el sentido de existir.
Hay un muchachito que mira a través de un caleidoscopio. Su madre lo lleva de la mano, trata de ser gentil, pero viene apurada. No sabremos hacia dónde se dirigen hasta que lleguemos con ellos hasta una suerte de bodega que uno intuye que huele mal. Descienden. Hay diversas bailarinas en tutú. Tres allá se burlan de la que llegó tarde. Lo lamento, dice la mujer y nos enteramos entonces que ella, como todas esas otras en tutú, ha venido a audicionar. Ante la mirada de desprecio de quien, intuimos, es el director de casting, ella explica: es que mi hijo está enfermo.
Alice Rohrwacher (extraordinaria directora según vimos en Lazzaro Felice) aprovecha el diálogo para mostrar tres cosas: que el niño es un excelente actor, que la guionista sabe construir tensión y para explicar que, hoy, ante un chico que estornuda es mejor que otro tome la decisión. Y aquí comienza la magia.
Alice Rohrwacher nos introduce en una ficción en la que el director Leos Carax, interpretándose a sí mismo, busca escenificar la alegoría de la Caverna en la República de Platón. ¡Vaya plan! Bailar en torno al texto fundador del pensamiento occidental.
En fin, que como para ponerla a prueba en plan ontológico le hace la siguiente pregunta: ¿a qué has venido? Ella, claro, responde como cualquier persona normal, no Edipo ante la esfinge. A bailar, responde. Y sí, parece simple, pero ¿a bailar qué? Insiste Carax. A bailar la caverna de Platón. ¿Y de qué habla? La pobre mujer ha caído en la trampa retórica. ¡Gracias a Dios!, porque nos arrastra con ella a una puesta en escena tan hermosa que sólo puede compararse con otras dos películas en la tradición del realismo poético francés: El globo rojo que estrenó Albert Lamorisse en 1956 y Cero en conducta de 1933. Y es que, cuando la madre está por irse porque ha respondido equivocadamente a la pregunta en torno a la posibilidad de bailar ese mito que transita como rizoma, desde los antiguos griegos hasta la teoría de cuerdas, Carax se aproxima al niño y le murmura en el oído el significado de todo el arte, toda la ciencia, toda la filosofía del pensamiento occidental. Y el niño se queda atónito. Y nosotros también.
Puede que, si uno está en plan insensible, lo que sigue tenga apariencia sencilla: la reconstrucción de un clímax que fluctúa entre el realismo social de los hermanos Dardenne y el rigor marxista de Loach, pero no. Hemos cruzado un umbral que tenemos que ver. Hagamos, sin embargo, una pregunta para quien quiera cambiar su vida y ver esta película: ¿Por qué Rohrwacher escogió a Carax para interpretar a El director? Creo que cuando ella tenía la inocencia de su protagonista vio Los amantes del Puente Nuevo y se dijo en 1991: si eso es lo que hace el cine con mi vida, a eso me tengo que dedicar. Y mejor: no hizo un homenaje. Hizo una respuesta.
Aquí no arden fuegos artificiales sobre París, aquí hay un niño que encuentra en un cruce de caminos la salida al mundo de lo real.
Una alegoría urbana
Alice Rohrwacher, JR | Francia | 2024
AQ