
Ricardo era algo así como el sueño de todas las mamás. Educado, simpático, platicador… virtudes muy escasas entre quienes cursábamos la secundaria. No me caía mal, porque en la clase a todos nos constaba que era una lacra y navegaba con doble bandera. Ya éramos casi amigos cuando fue a presentarse con mi mamá, al salir de la escuela. A partir de ese día, era él quien le anunciaba mi proximidad, haciéndole la clase de cháchara simpática que a mí no me sacaban ni bajo tormento.
“¿Cuándo vas a dormir a mi casa?”, me preguntaba a veces el amigo Ricardo, y yo me hacía el sueco porque no terminaba de caerme bien, empezando por el detalle lambiscón de haberse hecho cuatito de mi mamá. Eso sí, era un galán certificado, pues traía entre sus libros y cuadernos una carta de amor escrita a una tal Silvia, donde le declaraba sus sentimientos y le pedía que fuera su novia. Se leían al calce los nombres y firmas de los tórtolos. “Vente un día a mi casa y te presento a la hermana de Silvia…”, me ofreció un par de veces, si bien algunos ya se preguntaban cómo era que Ricardo y su futura esposa tenían una letra tan parecida.
“Te tengo una sorpresa: Ricardo te invitó a dormir en su casa, ya le dije que sí”, sentenció mi mamá un jueves en la tarde, no exactamente para mi regocijo. “¡Es tu amigo!”, trató de entusiasmarme, con su aprensión de madre de un solo hijo. “Ricardo es más amigo tuyo que mío”, rezongué, ya tratando de hacerme a la idea.
La casa estaba lejos, dentro de un ostentoso fraccionamiento al cual no había manera de llegar sin coche. Anochecía ya. Los padres, dos hermanos y una hermana se estaban preparando para ir a una gran boda. “Ahí te encargo a mi Richi”, díjome la mamá y cerró la puerta. “Ven para que te enseñe los Playboys de mi hermano”, enseguida me sonsacó Ricardo y pensé que la cosa mejoraba, aunque bien podía ser que estuviera empeorando.
¿Cómo le iba a contar a mi señora madre que aquel mentado Richi tenía fama de puñetero compulsivo, impúdico y mañoso? No me constaba, claro, hasta esa noche. “¿Te importa si me la hago…?”, preguntó, ya con los pantalones en las rodillas. “Hazte nomás p’allá”, dije y me encogí de hombros, con todas las alarmas encendidas. No bien se desnudó y le dio por jadear, me refugié en el centerfold de un Playboy, yo supongo que haciendo un espectáculo de mi renuencia a ver el espectáculo.
Tardó cinco horas en volver a vestirse, mismas que yo invertí en tomar mi distancia, ver la televisión y aplacar el terror de no saber qué hacer. Puso música, desfiló por la casa, bailó solo, hizo mil desfiguros y al fin mostró su juego: ¿No iba a bañarme, acaso? ¿Y eso a él que le importaba?
“Ya me dijo mi hermana que apestas a sobaco”, insistió, despectivo. Pasada medianoche, me apuntó a la cabeza con un rifle de diábolos: “¡Báñate!”, me ordenó. “¡Órale pues, dispárame!”, me le puse yo al brinco, diciéndome que un diábolo no mata a nadie. Pensé hasta en escaparme, pero estaba muy lejos de todas partes y no sabía qué decir en mi casa. Diez minutos más tarde regresó la familia y me fingí dormido.
No dije nada, al fin, en ningún lado. Tampoco volví a hablar con aquel asqueroso. Hasta que años más tarde me lo topé en la calle, con su esposa. No sé qué me pasó, que en lugar de ignorarlo o esquivarlo, un terror inefable me dejó congelado. Saludé como autómata, me pidió mi teléfono y le inventé otro número. No me atreví a hacer más, sabrá el diablo por qué.
Escribo ahora esta historia porque se la he contado a mi mujer y ella se congeló, tal como yo. “Es exactamente eso lo que te pasa cuando vuelves a ver a un acosador”, me dijo, espeluznada. “Ahora entiendes por qué tenemos tanto miedo”.
Hoy sé que ser mujer en mi país es vivir encerrada con un millón de Richis decididos a arrancarte la ropa.