“Ding-Dong, la bruja malvada está muerta.”
Canción de El mago de Oz
Hagamos hoy de cuenta que vive usted en Taxco. Así sea entre comillas, porque hace tiempo ya que lo suyo no es vida, sino supervivencia. Dicen por ahí que uno a todo se acostumbra, y puede que sea cierto cuando sólo se trata de miseria y desgracia, porque lo que es al miedo no hay quien se aclimate. Nadie que viva hoy presa del pavor puede decir que es la persona de antes.

Yo, por ejemplo, acostumbraba visitar su ciudad por el solo placer de recorrer sus calles. Más de una vez, incluso, la tomé por escala deliciosa volviendo de Acapulco, y una noche me tocó presenciar la procesión siniestra del Jueves Santo, cuyo recuerdo sigue provocándome una mezcla de morbo y repelús que me invita a volver a padecerlo. ¿Por qué no lo hago? Por la misma razón que los otros turistas han tenido para no ir más a Taxco de Alarcón. Da pavor poner pie en el pueblo sin ley que, con perdón, se ha vuelto su ciudad.
Seguramente usted conoce esas historias donde los bandoleros tiranizan al pueblo y el sheriff, por su parte, es cómplice o cobarde. Se entiende así que cuando los bandidos van a dar a la horca, el pueblo entero salga a festejarlo. Llevaban muchos años sometidos al yugo criminal; es hora de mirar a esos ojetes balancearse en el aire, con la clase de gozo que delata una larga podredumbre secreta.
Vive uno con el alma putrefacta cuando se ve a merced de un poder tan abyecto como indisputable. Gente que chantajea, trafica, roba, cobra impuestos, secuestra y asesina en la más absoluta impunidad. Tipos cuya presencia hace palidecer a los policías, varios entre los cuales trabajan para ellos, y que muy a menudo se confunden con miembros de una burocracia que en todos los niveles se cruza de brazos, o se encoge de hombros, o de plano se frota las palmas ante el imperio de los saqueadores. ¿A quién de estos señores –muy amigos del pueblo, según su propaganda– acudiría usted, si cualquier día de estos le secuestraran a uno de sus hijos? No me diga que no le entusiasma la idea de ver al menos a un representante del hampa o la indolencia burocrática escarmentado a golpes por una turba cansada de abusos. Yo mismo, le confieso, experimento cierta satisfacción cuando miro sufrir a quienes considero hijos de puta. Un placer cobardón, hay que aceptarlo, pero ni usted ni yo somos James Bond.
Últimamente traigo, yo también, la cabeza incendiada por las escenas del reciente linchamiento, amén de la aflicción por la niña de ocho años –Camila– secuestrada y asesinada el día anterior. Habrá quien exagere comparando una y otra atrocidad, cuyas motivaciones no sólo son distintas sino opuestas; lo cierto es que resultan piezas complementarias del horror al que usted sobrevive. El miedo engendra odio, y el odio se acumula. De esa ecuación infecta nacen los linchamientos.
Entre tantas escenas lacerantes, no consigo olvidar a esa mujer que patea con rabia incontenible a la secuestradora ensangrentada, mientras le advierte a gritos que no permitirá que se meta con sus hijas y hermanas. ¿A quién le habla, por cierto? ¿Tan sólo a una asesina o al hampa en general? ¿No pensará asimismo en las autoridades en teoría responsables? ¿No será que los policías presentes son dóciles ante la multitud porque se temen carne de patíbulo? ¿Qué otra oportunidad tendrá este malestar en todos fermentado para cobrarse las afrentas impunes, los silencios impuestos, las noches de zozobra, el cinismo oficial?
Y si los linchadores, en su furor estólido, pecan ya de cobardes y asesinos, ¿qué dice usted de las autoridades a las que nadie acude porque de nada sirven? ¿Quién sino ellos ha dejado ciudad y pobladores en manos del imperio criminal? ¿Quién más tiene la obligación de hacer valer la ley? “¿Cuál ley?”, me dirá usted, no sé si por sarcasmo o desmemoria. ¿Será que todavía consigue recordar aquella sensación, hoy por hoy impensable, de simplemente respirar sin miedo?