
Tiene veinticinco años de conocerme. Sabe qué me interesa, qué me gusta, qué busco y qué desdeño. Sabe cuánto me gasto en esas y otras cosas y lo recuerda con exactitud. Se parece a uno de esos vendedores estrella que se adelantan a tus pensamientos y adivinan al tiro tus anhelos, pero éste no te sigue ni te abruma, aunque tampoco se olvida de ti. Si hoy no me interesé lo suficiente por el libro –o la pala, o la lámpara, o el refrigerador, o la motocicleta– que se me había ocurrido adquirir, me estará recordando no solamente ese, sino asimismo otros artículos afines que muy probablemente serán de mi interés. Tiene mi dirección, mis tarjetas de crédito y acceso permanente a mi conciencia. Yo de él, en cambio, sé solamente que es el algoritmo de amazon.com.
Juguemos unas líneas a la ciencia-ficción. Si en lugar de mi voto ciudadano pudiera yo expresar mis preferencias y necesidades en torno a cada asunto de la vida, de modo que un sistema central los recogiera y los analizara para darle mi voto al candidato cuyo programa me conviniera más, tendría solamente que transferir toda la información que guarda mi teléfono sobre su dueño. Es verdad que la idea no suena democrática, tanto que incluso evoca la pesadilla de un estado policiaco, pero a decir verdad los algoritmos me conocen bastante mejor que yo mismo y tienen la ventaja de ser insobornables. No me da miedo, al fin, el algoritmo, sino el factor humano en la ecuación. Misantropías aparte, preferiría votar por una máquina que por un administrador de carne y hueso. Perdón, pero la mula no era arisca.
Suelo decir, si es que me lo preguntan, que no soy muy adicto al celular, pero el fin de semana me llega una estadística que las más de las veces borro sin haber visto porque me da pavor. Ahí están consignadas las horas –seis o más cada día– que he pasado babeando frente a la pantallita, así como los nombres de las aplicaciones en las que me he gastado esas cuarenta y tantas horas a la semana: más del tiempo que ocupo en trabajar. El algoritmo se parece al ladrón que vigila por días o semanas la casa que planea saquear, hasta que traza los patrones de conducta que le dan el control de la situación. Al final se acostumbra uno a su celo y se hace dependiente de su precisión.
Gracias a las bondades del algoritmo, tiende uno a ser experto en lo que le interesa, ya sea de momento o desde siempre. Lo que antes le tocaba saber al vendedor es hoy día dominio del cliente. Si alguna vez hicimos shopping por placer, hoy vamos tras la pista del antojo con el empeño digno de un detective. Conocemos de marcas y de precios lo que ningún empleado atinaría a decirnos, y entregamos así a los algoritmos un mapa detallado de nuestras inquietudes personales.
Alguna vez, en una Barnes & Noble de Nueva York, hice fila para comprar el libro de John Carlin sobre Rafa Nadal. Por suerte, había WiFi disponible para la clientela, de manera que saqué el celular y me entretuve buscando el mismo libro en Amazon, donde salía un dólar más barato incluyendo el envío hasta mi casa. O sea que además me ahorraba la monserga de tener que cargarlo en mi equipaje, de modo que allí mismo lo adquirí con tres clics, patrocinado por la librería de la que me salí sin comprar nada. ¿Y de qué me sorprendo, si el algoritmo sabe que soy un comprador voluble y despiadado?
Los algoritmos lo echan a uno a perder. Como que no dan ganas de volver al pasado. Tan sólo imaginemos qué será de este mundo cuando a los ciudadanos nos de por exigir de políticos y administradores la confiabilidad y precisión del algoritmo de Google, Spotify o Waze. Yo en su lugar tiritaría de miedo.