
Supe de él en primero de preparatoria. Es decir, cuando entré a cursar por segunda vez el primero de prepa, tras un año invertido estudiando geometría aplicada en un par de billares cercanos al colegio. Era, como mis amigotes del billar, y al igual que gran parte de los músicos que yo escuchaba apasionadamente, una influenciamuy poco edificante.
Según recuerdo con gran nitidez, pasé por su novela De perfil con la cabeza totalmente inundada por el Ziggy Stardust de David Bowie, y buena parte de ella la leí a hurtadillas en el salón de clases, más o menos a espaldas de mis compinches. Pues comparados con el narrador, incluso los alumnos más desmadrosos lucían a mis ojos de ñoño en retirada como meros escuincles pendejitos. Condición que a esa edad lucha uno por quitarse a cualquier precio y preferentemente carcajeándose.
Una mañana, el profesor de Actividades Estéticas me atrapó con el libro entre las manos, esbozó una sonrisa socarrona y preguntó si yo también me había enamorado de Queta Johnson. Una duda muy zonza, la verdad, porque no era posible leer esa novela sin saltar a las redes de una musa en tal modo paladeable, desde los calcetines de un protagonista que era torpe y caliente (como yo comprendía, habría dicho el autor).
Nunca supe explicar a mis iguales de qué trataba el libro que ocultaba debajo del pupitre, acaso porque me daba vergüenza reconocer que el tema era yo mismo. Hasta hoy me es imposible referirme a sus páginas sin citar el efecto fulminante que aquel obús gozoso tuvo en mi cerebrito. Como era natural, no volví a ser el mismo. O tal vez sí lo fui, sólo que en esteroides.
¿O sea que la vida de un mocoso caguengue podía ser materia literaria? Llevaba unos siete años garrapateando historias en horario escolar y me temía tan verde como realmente estaba, pero ver mi retrato en una narración, y entre tanto reírme hasta las lágrimas, era dar a mi juego de escribir –hasta entonces secreto, intrincado, infantil– ciudadanía plena y un flamante sentido del propósito. ¿Por qué no iba a creerme, finalmente, lo que llevaba media vida haciendo?
No acababa de irse Queta Johnson cuando llegó “el gurito” Virgilio y me llevó a pasear a un Acapulco que hasta entonces jamás imaginé. Licenciosos a extremos sicalípticos, irreverentes a nivel carcelario y atiborrados de sustancias ilícitas, los personajes de Se está haciendo tarde (final en laguna) me llevaron de viaje por el mero underground acapulqueño, con el claro propósito de arrebatarme el quinto a golpe de palabras en toloache. No hablaba esa novela del ñoño que yo era, sino del destrampado que anhelaba ser.
Una vez desquintado y desafiado, tomé una decisión de origen literario: atravesar la Sierra Mazateca y degustar los hongos alucinógenos. De la mota no conocía ni el tufo –la verdad, me aterraba la idea de probarla– pero encontraba francamente difícil aficionarme a una sustancia exótica cuya compra exigía desplazarme hasta Huautla de Jiménez, recorriendo un calvario de terracería que en el ir y venir le sumaba diez horas al trayecto. Ya que tanto deseaba ser escritor, iba a pasar la prueba como intrepid tripper: aquel grado honorífico que sólo merecían los personajes más osados del autor que me había lanzado a la estratósfera.
Escribir es siempre un atrevimiento. Desafiar al silencio de la página en blanco, aun al tanto de tus limitaciones, supone dar un salto hacia el vacío llevando por rehén a tu autoestima. No se escribe con miedo sin delatarse, ni puede uno evitar la admiración por quien lo hace como una fechoría y acaba por salirse con la suya. De todas las influencias poco edificantes que alguna vez torcieron mi concepción del mundo, ninguna como José Agustín y David Bowie lo logró tan temprano y con tal tino que no puedo hablar de ellos sin hablar de mí. Aún no sé cómo hicieron para robarme el quinto.