
Vivo en una ciudad sin gentilicio. En otro tiempo me dijeron “defeño”, sin más motivo que dos siglas efímeras que antes decían poco y ahora nada. Ciertamente me llaman capitalino, igual que a cientos de millones de personas que habitan cualquier otra ciudad capital de las miles que existen en el mundo. París, Nueva York, Mérida, Cali: todos sus habitantes son capitalinos. Me queda, en todo caso, el cuasigentilicio a manera de insulto que comúnmente se nos atribuye: chilango.
Quienes vivimos en la Ciudad de México creemos que sabemos lo que la palabreja significa, pero a menudo no quedamos cortos. Mi tapatía esposa, por ejemplo, insiste en confortarme en la certeza de que no soy el típico chilango. Y basta ver la clase de neandertales a quienes se refiere cuando les llama así para ponerme los pelos de punta. Sabe uno, por supuesto, que en todas partes hay sujetos tramposos, zafios, acomplejados, agresivos, palurdos, abusivos y petulantes, pero de ahí a aceptar que aquí son emblemáticos, si no mayoritarios, media un golpazo bajo al amor propio.
“Chilango”, en realidad, parece un gentilicio demasiado amplio para librarse de la imprecisión. ¿Chilango, pues, del centro o de la periferia? ¿Chilango del oriente o del poniente? ¿Qué tan al sur o al norte, en cada caso? ¿Chilango a la manera de Alex Lora o como Luis Miguel, por citar nada más que un par de antípodas? ¿Chilango acaso del Estado de México? ¿Pero de Ecatepec, Nezahualcóyotl, Naucalpan, Huixquilucan o Villa del Carbón? Según mi parecer, unos y otros resultan demasiado distintos para encontrar lugar en un epíteto que de entrada les hace indignos de respeto.
Lo anterior tiene pinta de diagnóstico. Tal vez sea resultado de la diaria batalla por la supervivencia, pero los habitantes de la que Carlos Fuentes solía llamar “La meseta sangrienta” solemos vivir ávidos de un respeto que jamás acabamos de recibir. Tenemos piel de seda y mecha corta, por eso aparentamos ser más duros, fatuos e indiferentes de lo que en realidad osaríamos ser. Los coches se creen motos, las motos microbuses y la gente de a pie va con el pecho erguido y la frente alta, como si caminara sobre una alfombra roja. Pero claro, la mula no era arisca. Quiere uno infundir miedo en los extraños para ocultar el que ellos a su modo le inspiran. Y porque nos las damos de curtidos y juramos que nada nos sorprende. Hasta los asaltantes lo repiten: ya nos la sabemos.
Tal como mi mujer se ha esmerado en pintármelo, el prototipo usual del chilango infumable oscila entre el galán Roberto Palazuelos y Daniel Arizmendi, el Mochaorejas. Uno y otro a su modo convencidos de superar al resto de los simples mortales en ingenio, recursos y dureza, por citar sólo tres de las falsas virtudes que el chilango fantoche colecciona y despliega a modo de arma blanca. ¿Qué? ¿Soy o me parezco?
Como chilango del cercano sur, mi idea del infierno se asocia a un pueblo infame con muros de cristal donde no puedes ni escarbarte la nariz sin que se entere todo el paisanaje. Nos jactamos de nuestro anonimato porque nos hace libres de ser quienes queramos, según se nos ofrezca. Nos importan muy poco las cuitas del vecino o la historia secreta de Mengana de Tal; rara vez se nos juntan las amistades comprometedoras y no estamos al tanto de la fama de nadie. O cuando menos de eso presumimos, para seguir creyendo en la prerrogativa de llevar vidas múltiples en un mismo pellejo. Somos, como en provincia, nuestra careta. La diferencia es que tenemos varias.
Hidrocálidas, londinenses, monegascos, porteños, neoyorquinas, jerosolimitanos. Habiendo gentilicios tan bonitos, uno ha de resignarse al que le estigmatiza o dar por hecho que carece de él. “Perdone… ¿para México?”, preguntamos a media carretera, y así seguramente nos ganamos la etiqueta que habrá de acompañarnos: ¡Chale, pinche chilango!