Sociedad

41 marchas de maricones: historia de un cartel

Hace muchos años que no me entusiasmaba un cartel que divulgara la Marcha del Orgullo Lgbttti capitalino. Si es que alguna vez me entusiasmó. El diseño que recubre las directrices de las marchas arcoíris de la hoy Ciudad de México suelen ser alegorías carnavalescas con énfasis en el drama romántico o el acicate cursi, pero al menos en el pasado, aquel encapsulado en la rayoneada cinta magnética de un VHS, los carteles conservaban rasguños de disidencia que asumían posturas desafiantes o anteponían el libertinaje y un orgullo por la diferencia. Y que no se tome esto como arranque de nostalgia antidepresiva, como si estuviera cayendo en el patético lugar común que reconforta el pensar que las épocas pasadas fueron mejores porque tal cosa sería una barbaridad traicionera: el porno gay, por ejemplo, era torpe, ambiciosamente mal actuado, más bronceado que lujurioso, atrapado en un artificioso limbo vintage, aunque hubieran sido filmadas tan solo meses antes de llegar a las cabinas de las primeras sex shops de la Zona Rosa; los cuartos oscuros y los primeros sex clubs solo para hombres tenían que sobrevivir a la autocensura de sus propios parroquianos y para nada extraño eso. La homofobia gozaba de protección policiaca, sobre todo cuando te cachaban con la manos en la bragueta en lugares públicos y te extorsionaban bajándote toda la quincena con tal de no remitirte al MP, aunque esto último no era del todo malo, esos arrestos me hacían sentir como si fuera un Dead Kennedy.

A decir verdad, eran los carteles de la marcha del orgullo de los últimos cinco, seis o siete años los que parecían añorar viejos tiempos, aquellos del costumbrismo familiar recalcitrante, con toda esa parafernalia alusiva a los convencionalismos típicos del buga dócil frente a la represión sexual y de moral consumista, carteles en cuya semiótica aparecía la familia como objetivo insistente amparado en el refugio de los enseres hogareños, carriolas y créditos hipotecarios, huidizos de articular una narrativa que explicara la rabiosa contemporaneidad de la realidad no-hetero, difícil de conseguir por otro lado cuando los carteles de las marchas del orgullo parecían exigir un lugar en el imaginario de la estabilidad hetero. Tampoco es un fenómeno para sorprenderse, como bien reflexiona Fredric Jameson en su libro Posmodernismo y sociedad de consumo, la añoranza de los buenos tiempos casi siempre tiene que ver con la bonanza consumista y acumulación de bienes que pueden perpetuarse románticamente en los linajes familiares. Y esto de alguna manera condena al futuro, dejándolo “incapaz de enfrentarse al tiempo y a la historia”, como cantaba Blur en “The universal”: “Sí, el futuro ha sido vendido”; sí, incluyendo el futuro homosexual.

La conservadora obsesión por las familias diversas en los carteles de no hace mucho suprimió otras problemáticas: los asesinatos de personas trans, la vulnerabilidad en los espacios como saunas o clubes de sexo gay que habían sufrido de asaltos a mano armada (y no faltó el gay que asegurara: eso pasa por andar de calenturientos) o el VIH, los antirretrovirales y su nueva fase como tratamiento pre exposición (PReP) fueron temas casi ignorados o que no se abordaron con la energúmena insistencia con la que se exigía el derecho a la adopción en parejas homoparentales. Luego, el inevitable conflicto al interior del activismo mexicano que por lo visto no puede subsistir sin el reconocimiento, el hueco aplauso o la legalidad histórica pusieron las lecturas de la marcha gay en regateos por la legitimidad y la fiesta, el desfile, carnaval o lo que sea se impregnó de un sutil sentimiento de culpa.

El cartel que anuncia la Marcha del Orgullo Lgbttti número 41 de la hoy Ciudad de México parece volver al camino de la celebración por la diferencia orgullosamente desinhibida y que toma como simbólico punto de partida aquella histórica redada de la madrugada del 18 de noviembre de 1901, cuando la policía irrumpió de manera sorpresiva en una casona de la colonia Tabacalera, en la que 42 hombres, se dice que la mitad, vestidos de mujeres, celebraban una fiesta. La prensa de aquel entonces encabezó al escándalo como El baile de los 41 maricones, porque entre los maricones arrestados se encontraba Ignacio de la Torre y Mier, yerno de don Porfirio Díaz, quien fue borrado del total por obvias razones. La noticia quedó inmortalizada en la viñeta del genial José Guadalupe Posada. De hecho, en el cartel de Reyna Pelcastre Reyes, autora del cartel oficial que ganó la convocatoria organizada por el Comité Inclúyete, encargado de la logística de la marcha 41, retoma la caricatura de Posada, para luego trazar una especie de orgía ideológica sobre la diversidad sexual, según se entiende la actualidad, con un estilo que me recuerda el minimalismo pop de Julien Opie, el bato que dibujó la icónica portada del Best of de Blur del año 2000, donde viene “The universal” por cierto, y otras canciones sobre el futuro anulado.


Twitter: @distorsiongay

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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