El dióxido de cloro es una molécula gaseosa que tiene cierta solubilidad en agua; es bastante inestable y se descompone de manera importante, actuando entonces como un agresivo agente oxidante. El cloro es uno de los elementos de la tabla periódica más reactivos en la naturaleza y esta reactividad se puede convertir en un verdadero problema de toxicidad para muchos seres vivos. Los iones cloruro, presentes en la sal de mesa e indispensables para el funcionamiento de nuestras células, pueden llegar también a ser un problema cuando se suministra en altas concentraciones a nuestra dieta.
Por su propiedades bactericidas, fungicidas y antivirales, el dióxido de cloro se ha empleado en la esterilización de superficies y materiales; en concentraciones muy pequeñas también se le usa para algunos procesos de potabilización de agua. Sin embargo, desde hace muchos años, existen estudios científicos que muestran la toxicidad de mayores concentraciones de dióxido de cloro en células y distintos animales. Este hecho le hace un candidato poco recomendado para la ingesta humana y existen numerosas advertencias de organizaciones de salud nacionales e internacionales para evitar su consumo.
No obstante, la falta de reportes científicos sobre el uso de dióxido de cloro en seres humanos, hace varios años que se le viene promocionando en las redes sociodigitales como un producto “milagro”, pues igual sirve para tratar distintas enfermedades, desde el autismo al cáncer, y más recientemente se promueve para combatir la covid-19. La palabra milagro no es exagerada, pues también se le comercializa como Solución Mineral Milagrosa (MMS, por sus siglas en inglés), promovida por una red de corte religioso llamada COMUSAV (Coalición Mundial Salud y Vida).
Los defensores del dióxido de cloro son variados, desde políticos y otras figuras públicas hasta profesionales de distintas áreas, incluyendo personas con títulos científicos. En sus discursos como en sus textos, se denota una carencia de rigor científico. Los casos reportados del supuesto éxito de los tratamientos con dióxido de cloro son individuales, empíricos y sin pruebas fehacientes; llama la atención que casi nunca se reportan tratamientos fallidos o intoxicaciones.
En estos tiempos de contingencia y gran incertidumbre, un producto milagro es un excelente estandarte para asegurar la tranquilidad de las personas. La fe puesta en el dióxido de cloro para protegernos en medio de la pandemia, permite a muchos soportar estos sórdidos tiempos de economía neoliberal, transiciones políticas, cambio climático y emergencia sanitaria. Sin embargo, las consecuencias de esta fe ciega pueden ser dañinas a nivel colectivo: por un lado, al confiar en un “tratamiento” con dióxido de cloro, podemos bajar la guardia en las medidas básicas de cuidado sanitario (distanciamiento social, lavado de manos y uso de cubrebocas); por otro lado, el mercado negro del dióxido de cloro implica una falta de control de calidad y en las dosis suministradas, poniendo en evidencia un riesgo de intoxicación o incluso muerte por sobredosis. Si bien, la automedicación se desaconseja desde hace mucho tiempo, parece no tener lugar en nuestras consideraciones el uso de un producto potencialmente tóxico, sin la responsabilidad de un proveedor comercial y en ausencia de la vigilancia médica.
RODRIGO PATIÑO
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