En Guatemala se han implementado varios modelos para el abordaje de la desnutrición: suplementación calórica o de micronutrientes, intervenciones médicas o multisectoriales, transferencias condicionadas, entre otras. Ninguna —por la ausencia de evidencias— ha demostrado ser eficaz en su tarea en el largo plazo. ¿Por qué? ¿Qué ha faltado? Me adelantaré a lo obvio: voluntad; pero también, como ante otras caras de la miseria, empatía, capacidad de ejecución, inclusión y, sobre todo, visión a largo plazo.
Desde que se cuenta con estudios científicos sobre las condiciones alimentarias de la población infantil, el país ha documentado un alto porcentaje de niñez con desnutrición crónica y casos de desnutrición aguda que nos han colocado en los últimos de Latinoamérica.
A partir de la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, la desnutrición es el elefante en la habitación: la vemos todos los días, peor aún, la incorporamos y contemplamos como parte del paisaje. Recientemente, al problema se le ha sumado lo que se conoce como “la doble carga de la malnutrición”, hogares con presencia de niños o niñas con desnutrición y adultos o niños y niñas con sobrepeso/obesidad.
Por ahora, tenemos claro que para nadie está oculta, algunos porque la observan, otros porque la viven. Cómo cada quien se la explica, vive o reacciona es parte de la historia, pero cómo actúa ante ella quien tiene la obligación de atenderla, es el mayor problema.
Estudios han demostrado que la malnutrición no puede tratarse solamente como un problema clínico, sino como un problema de salud pública. ¿Por qué? Porque un paciente (niño o niña antes de los cinco años) con deficiencias que ha adquirido desde su concepción podría recuperarse temporalmente con atención biomédica, pero el ambiente alimentario al que volverá después del tratamiento será el mismo que provocó su estado.
Este es el caso de las niñas y los niños gestados por madres con deficiencias alimentarias y que al nacer, serán criados en condiciones de precariedad y, sobre todo, sin capacidad de mejorarlas a lo largo de su ciclo de vida, lo cual repercutirá en su desarrollo cognoscitivo y físico, con el agravante de reproducirla en una siguiente generación.
Es necesario, entonces, explorar el ambiente alimentario al que una persona promedio nacida en Guatemala se expone más allá de sus decisiones: 1. Limitadas opciones de alimentos ricos en nutrientes a causa de un mercado saturado de “alimentos” basura y restringidas posibilidades de producir y preparar alimentos de alta calidad con sus capacidades (tierra y semillas que puedan [re]producir) y servicios básicos de salubridad (agua potable y energía limpia); 2. Limitaciones para informarse sobre alimentación saludable (servicios de consejería profesional); 3. Escasa posibilidad de sostener una dieta adecuada a sus condiciones, por nombrar algunas (inestabilidad del ingreso económico familiar), por nombrar algunas.
¿Quién es el responsable de este ambiente alimentario? ¿Quién permite el ingreso y la comercialización de productos con publicidad engañosa? ¿Quién perpetúa las condiciones de miseria que fuerzan día a día a miles de jóvenes, incluso niños y niñas, a migrar para buscar una oportunidad para salir de la pobreza?
Julia Delgado