Hace poco menos de seis semanas el Gobernador de Jalisco, Enrique Alfaro Ramírez, instó por escrito al Secretario de Comunicaciones y Transportes, Jorge Arganis Díaz Leal, a dar una respuesta cabal y precisa al caso de los “daños estructurales ocasionados al Templo de San Francisco de Asís”, del siglo XVII, y cuya bóveda se encuentra fracturada en cuatro partes, durante las obras llevadas a cabo para el túnel de la Línea 3 del Tren Ligero.
Sin que sepamos si ya hubo respuesta al oficio, lo que sí es ya un hecho es la decisión del Ayuntamiento de Guadalajara, tomada el 28 de junio del 2021, de evacuar y acordonar el Edificio Plaza (convertido ahora en Hotel One), y los locales comerciales del primer nivel del Portal Aldama o de Santa María de Gracia, cuyas frágiles columnas sostienen un edificio hecho en el marco de un desastre patrimonial bajo la responsabilidad del arquitecto Ignacio Díaz Morales, gestor del espacio público de la Cruz de Plazas, de innegable valor estético y urbano, pero que se hizo a costa de arrasar edificios de grandísimo valor y relevancia.
De la aniquilación sistemática del patrimonio edificado en Guadalajara se han ocupado estudios tan enjundiosos como “La ciudad histórica de Guadalajara” (2019), de Cristina Sánchez del Real; tan directos como “Guadalajara y su devastación arquitectónica, 1945-1952 (2014), de Adriana Ruiz Razura et al, o tan cuajados de elementos gráficos ya inexistentes como “Guadalajara: identidad perdida: transformación urbana en el siglo XX” (2001), de Javier Hernández Larrañaga.
Para la doctora Sánchez del Real lo que hizo posible que en apenas un lustro, de 1947 a 1952, “se pudiera desmoronar el centro de la ciudad de Guadalajara cuatro siglos después de haber sido fundada”, fue la pasividad de los tapatíos de entonces –como la de los de ahora– ante la triple alianza compuesta por el Gobierno de Jalisco, con J. Jesús González Gallo al frente, la iniciativa privada, con Efraín González Luna como abogado corporativo y la Arquidiócesis de Guadalajara con quien se convertirá en el primer Cardenal mexicano, don José Garibi Rivera, que decidió inmolar a su majestad el automotor lo mejor del patrimonio edificado con tal de quitarle a la capital el mote de bicicletera, aunque hoy haya recobrado con orgullo esta categoría las mañanas dominicales.
Los gobiernos estatal y municipal de Jalisco y Guadalajara de hace 75 años, dando pie y pésimo ejemplo a lo que entre nosotros se impuso como premisa absoluta: modernizar reemplazando lo antiguo con bodrios chatos e insufribles, deben ofrecerlo hoy renovando el apremio a la Secretaría de Comunicaciones y Transportes no menos que a la de quienes expidieron las licencias para la apertura de la Línea 3 del Tren Ligero y de las estaciones que la componen, por no haber hecho lo que ahora, tardía pero necesariamente necesitamos: conocer el estado real de los monumentos del centro de Guadalajara que se alzan sobre un el subsuelo compuesto por gruesas capas de arena amarilla y jal, entre las que escurren en tiempos de lluvias e impulsados por la fuerza de gravedad torrentes caudalosos.
Por cuenta de quién y cuándo tendremos dictámenes plenos pero ahora sí avalados por estudios hidrostáticos profundos del subsuelo y del estado en el que hallan estos edificios, urge a más no poder ante la triste perspectiva de verlos convertidos en tumbas y reducidos a escombros.