Redactar una nota necrológica cuando agoniza un año en el que la muerte se viene ensañando con los que por definición somos mortales, no deja de tener una pizca de ironía. Pero no hacerlo al tiempo que en la misma jornada, la del 30 de diciembre del 2020, la cultura en Jalisco pierde a la etnomusicóloga María Enriqueta Morales de la Mora y al arqueólogo Otto Schöndube sería ingrato.
Del tapatío de ascendencia alemana cuyo nombre lleva esta columna comparto tres notas que en el ambiente en el que discurrió su vida profesional son cada día más raras y que reduje a la frase ‘hombría de bien’: honradez, lealtad y buen proceder, todo lo cual me consta tanto por las veces que coincidí y tuve contacto con él como por las reiteradas ocasiones en las que escuché de labios nada pichicatos para exhibir los vicios del prójimo describirlo en los mejores términos.
Una porción muy grande de los 84 años de la vida de Otto Schöndube los consagró a reconstruir lo que descubrió en fragmentos, pedacera y tepalcates al lado de mentores que más sabían por el trabajo de campo que por estudios todavía no escritos.
En su caso, ser arqueólogo a mediados del siglo pasado con sus genes, nombre y apellidos le puso ante una disyuntiva que sorteó airoso, pues ni se dejó enganchar por el nacionalismo ardoroso del sistema político mexicano en tiempos de Luis Echeverría, cuando se invirtieron caudales para reconstruir, más con la fantasía que con la ciencia, sitios preclaros del mundo prehispánico en el altiplano y el sureste o se auspiciaron obras faraónicas de la talla del Museo Nacional de Antropología e Historia (que también lo fue del desmantelamiento y del saqueo), ni desdeñó dedicarse al análisis y estudio diligente de las culturas del Occidente antes de tener los datos y labores de rescate que ahora ofrecen los Guachimontones y esperemos llegue a tener el sitio de Teocaltitán.
Paciente, tenaz, meticuloso, el Instituto Nacional de Antropología e Historia fue el nido de sus afanes y el aula donde pulió a muchísimas generaciones de cultores del patrimonio, tanto con sus conocimientos como con su ejemplo de congruencia y seriedad.
A él debemos, por ejemplo, el registro de evidencias de comunidades que habitaron la gran comarca que luego y durante tres siglos se denominó Reino de la Nueva Galicia –mucho más extensa que nuestro Jalisco–, y que hoy merecen el reconocimiento y el respeto suficientes para abrir museos comunitarios y despertar el interés y respeto de los lugareños por sus antigüedades.
No fue un autor prolijo pero sí enjundioso y nunca perdió la curiosidad del niño. Así, mantuvo en sus pupilas tan claras –“ojos inusitados de sulfato de cobre”, diría el autor de la Suave Patria– una transparencia y una frescura por las que se asomó hasta el fin una lozanía espiritual que nunca abolló la decrepitud.
Murió creyendo en la resurrección de la carne y dejándonos muchos argumentos para estar seguros que ya descansa en paz.