Qué pensarían José Guadalupe Posada o Diego Rivera si tuvieran a la vista de un copioso grupo de chamacos mexicanos de esos que a 114 años de la muerte del primero y 60 de la del segundo van por ahí en muchas ciudades de México a deshoras de la noche alrededor del día 2 de noviembre de cada año, para adherirse a un acto que aun cuando nació ayer arrastra motivaciones tan añejas como las raíces culturales de quienes vivimos en esta parte del mundo?
De las Catrinas y rituales en torno a la conmemoración de los fieles difuntos, motivo de esperpénticas actividades alrededor de esta vicisitud, alentadas con desparpajo por órganos educativos y culturales del gobierno, nadie medio enterado del tema desconoce que se trata de una reelaboración reciente de otra no muy vieja, hecha por el pintor guanajuatense Diego Rivera al tomar la Calavera Garbancera, del grabador popular J. Guadalupe Posada, como parte de la abigarrada obra ‘Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central’, de 1947, en la que llamó Catrina a lo que Posada diseñó como crítica ácida a los pobres de solemnidad que se exigían aparentar un estatus del que no formaban parte.
Del 2010 al presente, la esquelética representación, objeto de una exitosa aunque enmarañada campaña publicitaria, ha empalmado costumbres diversas –que para los jalisquillos, por ejemplo, jamás tuvieron cabida, como el ‘altar de muertos’ y las calaveras de dulce y el pan ‘de muerto–, con otras que ya han cobrado presto arraigo local, como la Feria del Cartón y del Juguete Tradicional, en la antigua alameda tapatía, hoy Parque Morelos.
Si el motivo de esta alharaca ha sido, paradójicamente, levantar un dique cultural a una actividad potenciada por el consumismo estadounidense, que ha fomentado la grotesca euforia del jalogüin (halloween), llamado también ‘Noche de Brujas’ o ‘Noche de Muertos’, según como vamos por acá pronto nada tendrán que envidiarles nuestras Catrinas, emblema de una sociedad líquida pero urgida de anclarse a algo, así se trate de pastiches potenciados por el mercantilismo.
El tema no es pequeño y sirve para tomar distancia del empeño digno de mejor causa que entre nosotros tuvo el Estado-Nación cuando determinó, a mediados del siglo XIX ser él quien decidiera qué era o no patrio y por ende cultual, empoderándose de la cultura popular a través de la imposición de su propio calendario cívico, aun cuando para ello tuviera que recrear sus mitos, leyendas fundacionales y parafernalias y de paso borrar cuanta huella de identidad local tuviera a su alcance, desde los nombres de las calles de todos los núcleos urbanos hasta la nomenclatura de pueblos, ciudades, colonias y barrios, plazas, jardines, escuelas y demás espacios públicos.
El resultado, digno de análisis, ha generado a decir de los antropólogos, una identidad nacional fuerte frente a un gobierno débil, apreciación que ciertamente podemos cuestionar pero que en ciertas fechas sí tiene sentido, como vemos va pasando con la conmemoración aquí reseñada.