La enfermedad es un billete de lotería, pero no para el enfermo. Para el médico. Para esos doctorcitos que rondan los 40 años y que aprendieron que el bisturí no solo corta carne, sino que abre cuentas bancarias. Médicos con ropa de diseñador debajo de la bata, con autos que cuestan lo que muchos no ganaremos en toda una vida, consultorios que parecen templos de dioses modernos: lujosos, intocables, pensados para impresionar, no para atender. Su agenda es un muro infranqueable que sólo se cruza si ellos se dignan a conceder una audiencia.
Intenté ver a mi endocrinóloga. Cinco meses de espera. ¿Cinco meses? ¿Me va a curar o me va a embalsamar? Quién sabe. Para entonces ya habré muerto, me habré curado sola o habré encontrado a un charlatán que al menos me mire a los ojos cuando me saque el dinero. La salud ya no es una vocación, es una franquicia. Lo más desesperante es que estamos presos. Somos ignorantes, no tenemos opción más que confiar en ellos, en los que saben, en los que tienen en sus manos el poder de curarnos.
Un mal día, mi madre se cayó. Se rompió la pierna y la operaron. Casi doscientos mil pesos después, el cirujano se esfumó. Si queríamos que la revisara, había que hacer una cita y pagar otra consulta. Si teníamos una duda, otra cita y otro pago. Lo peor era que ni siquiera quería verla. Como si ya no fuera su asunto. No es su problema, su trabajo ya está hecho, el dinero ya está cobrado. El paciente deja de ser paciente en cuanto la puerta del consultorio se cierra. Y si vuelve, será para un nuevo negocio.
Nos enseñaron a temer la enfermedad. Olvidaron decirnos que la verdadera pesadilla empieza cuando caes en manos de un médico privado. No porque cobre, no porque viva bien, no porque sus estudios valgan una fortuna. No. Lo insoportable es que parece que solo están en esto por el dinero. Que lo suyo no es curar, sino facturar. Que el paciente es una mina de oro que no debe curarse del todo, solo lo suficiente para que se vaya y regrese pronto. Nos tienen atrapados en un sistema donde la enfermedad es un mal necesario, donde sanar demasiado rápido es una mala inversión. Claro que hay médicos que aún ven la salud como un compromiso y no como un negocio, pero cada vez son menos.
Antes, el médico te veía, te curaba y después cobraba. Ahora primero cobra y luego, si no se ha ido de vacaciones o está demasiado ocupado administrando su imperio de consultas y cirugías, te receta algo que igual ni necesitas. Algo que, si todo sale bien (para él), te llevará de vuelta al consultorio, en unos mesecitos más. ¡Me hierve el buche!