Siempre me ha intrigado la manera en que cada quien elige su tono de piel. No en la vida diaria, donde uno es como es y poco más, sino en el espacio digital, donde la representación es una cortesía visual y también una pequeña trampa. Las manitas de WhatsApp, por ejemplo, ofrecen una escena reveladora. Aparecieron una mañana, sin mucho anuncio, y desde entonces están ahí, dispuestas en orden creciente de melanina, ordenadas con la precisión innecesaria de una paleta de pintura que supone que la identidad cabe en seis tonos.
La intención era, sin duda, inclusiva. Al menos eso quisieron creer quienes las crearon, allá en Silicon Valley. Pero, como suele suceder, las buenas intenciones pueden conducir a lugares incómodos. Porque ahora, en el instante mínimo en que uno desea enviar un gesto amable, un aplauso, un saludo, un pulgar alzado, también aparece una duda: ¿Qué color me representa? ¿Y qué historia cuento al elegirlo?
Quizá los
Eso pudo ser.
Hay algo más. Esta pequeña decisión, elegir el color de una manita, revela una intimidad inesperada. Algunos lo hacen por rutina, otros por orgullo, unos cuantos por inseguridad. Están los que, siendo morenos, escogen el tono más claro. También quienes, con piel clara, optan por el más oscuro “en solidaridad”. Hay unos honestos, que pasan un buen rato comparando el color de su piel con el de la pantalla antes de enviar el mensaje. Algunos, para evitar el conflicto, se quedan con la manita amarilla, el equivalente digital del “no me meto”.
Es sorprendente lo rápido que ese gesto se vuelve parte de uno. Al cabo de un tiempo, el dedo parece actuar solo. El algoritmo lo recuerda, lo repite, lo impone. Cada pulgar que envías refuerza una historia que tú mismo olvidaste escribir. Cambiar el tono la reescribiría. En ese ajuste, tan pequeño y tan revelador, también se reconfigura la manera en que eliges ser visto.
Llama la atención lo que el emoji dice de nosotros. Lo que evitamos decirnos. Uno creería que el racismo se revela en grandes actos, pero también vive en los gestos pequeños: en el dedo que duda, en el que se apresura, en el que elige sin pensar. El emoji no ofende. Pero tampoco miente.
Yo, la verdad, elegí la amarilla. No recuerdo cuándo. Quizá fue un día cualquiera, entre una foto de mi perro Canito y un meme del
Y eso, tan mínimo, tan programado, tan cargado… puede que me hierva el buche.