A veces me despierto cansada de haber dormido. Cansada del colchón, de las sábanas, de mi propio peso sobre el mundo. Me levanto, con suerte y me digo “ánimo”, como si fuera un burro viejo que aún debe cargar la carreta. Camino por la casa en silencio. Parece que el piso puede oírme y quejarse también. Me duelen las rodillas cuando estoy de pie y me duele la espalda cuando no lo estoy. Una contradicción anatómica que la ciencia aún no ha podido explicar.
No exagero. O tal vez sí, pero con estilo. Lo cierto es que una llega a cierta edad y empieza a sentir el cansancio como si fuera una capa más de piel. No es grave, pero es persistente. No mata, pero carcome. Es como ese pariente incómodo que se queda a vivir contigo “unos días” y un buen día te das cuenta de que todos sus muebles están en cada rincón de tu hogar.
Estoy cansada de la gente que hace de la fatiga una virtud. Esa que se ofende por todo, que dramatiza cada trámite como si estuviera cruzando el desierto de Sonora sin agua. Estoy cansada de los que trabajan a favor del cansancio: los burócratas, los jefes tiranos, la señora que se toma demasiado en serio su papel de encargada de condominio. Estoy cansada de fingir que me importa todo. Cuando en realidad lo único que quiero es llegar a mi casa, quitarme los zapatos y cenar unas papas.
Cansa también el alma. No por tragedias griegas, no. Por estupideces diarias, por frases huecas, por chats familiares, por la peste a humedad que le queda a la ropa en días de tormenta. Cansa tener que explicarse. Cansa tener que entusiasmarse.
Estoy cansada, sí. No como heroína trágica, sino como mujer grande y decente que ya no tiene paciencia para los aplausos fingidos y los brindis sin alcohol. Cansada, sobre todo, de esa vocecita interior que me exige rendir. Que me dice que debo, que tengo, que puedo. Esa vocecita que debería haber sido despedida hace muchos años por acoso laboral.
Sin embargo, y aquí viene el giro, no me rindo. Qué ridículo sería rendirse ahora. Después de tanto. Después de haber aguantado tantas cosas, como las hombreras de los noventa, las dietas sin carbohidratos o haber limpiado durante años las cacas de Kubrick, Rulfo y Cascarita. Sigo. A veces arrastrándome. A veces en cámara lenta. Pero sigo. Porque hay algo de terco en este cuerpo fatigado, en esta mente llena de listas, en esta mujer que se repite “ya casi” desde 2005.
¿Redención? No lo sé. Pero anoche me reí sola porque no encontraba mi celular y lo tenía en la mano. Me reí hasta llorar. Ahí entendí algo. Que quizá el secreto no es descansar. Sino aprender a reírse del cansancio como si fuera un huésped borracho al que no puedes correr, pero al menos puedes ponerle un apodo.
Estoy cansada, sí. Cansada de estar cansada. Sin embargo, aquí estoy, escribiendo esto, con un café tibio, pensando que tal vez mañana me sienta peor… o mejor… o igual. De cualquier manera me hervirá el buche.
Lo único que quiero es nunca cansarme del sarcasmo. Y con eso, francamente, me doy por bien servida.