El día que perdimos a Juan Gabriel pudimos ver en persona la reacción que provocaba en sus fans del otro lado de la frontera. Los dos días siguientes la que provocaba en todos los que pudieron llegar a Los Ángeles, y fueron muchos los que llevaban mariachis, letreros, cantos y lágrimas. Exigían con furor su derecho a despedirse del Divo de Juárez, claramente asumiendo, con razón, que él les pertenecía a ellos también. Aun no sabíamos de la enorme y conmovedora despedida que se le hizo tanto en Ciudad Juárez como en el Palacio de Bellas Artes, y aunque lo pensaban posible exigían que no se lo llevaran de su cercanía sin poder cantarle el adiós.
La pasión de la gente por ciertos artistas va más allá de ser fan o seguidor. Se nos puede olvidar cómo la música acaba siendo parte profunda e intensa de la vida emocional de tantos de nosotros, y los lazos que armamos con quienes nos regalan eso pueden ser mucho más poderosos que la nota del día o nuestras propias opiniones. Se nos olvida, hasta que nos toca consolar a una mujer que decía con toda honestidad que se quería ir con “su Juangabito”.
Siete años después Juan Gabriel se siente como el tipo de leyenda que fue en vida. Y eso es porque fue más grande que la vida misma, de manera constante y consecuente por décadas.
No se trata de medir su música con las estructuras habituales de la composición. Se trata de que las rompió todas a su manera lírica y espontánea, y con ello capturó lo intenso de las emociones de millones de personas, todas sintiendo, lo sean o no, como sentimos los mexicanos. Un caos perfectamente claro de ser exactamente eso: un enjambre de sentimientos cantados entre el llanto y la euforia. Eso pude llevarme de haber estado cerca en su despedida, en un sol californiano sin piedad de agosto hace ya siete años.