Es inevitable que la respuesta a la muerte de Matthew Perry el pasado sábado haya sido muy emocional y hasta visceral en todo el mundo. Correr a hacer coberturas como esa siempre me ha causado un conflicto personal, sentía un cariño muy particular por la persona que veíamos en la pantalla, por lo tanto en nuestras propias casas y corazones.
Es verdad que es demasiado fácil para muchos lucrar con las malas noticias, y vaya que esas no faltan estos días, pero la línea entre informar, opinar y hacerlo de una manera relevante suele ser difícil cuando la información se siente tan personal. En el caso de Matthew Perry tenía algo muy claro: él sí quería ser recordado por todos los terribles obstáculos que logró sobrevivir a sus breves 54 años de vida.
Lo quería porque como dijo en su libro: “Tal vez yo sea incapaz de ayudarme a mí mismo ante esta enfermedad, pero soy muy, muy bueno en entender y ayudar a alguien más”. Ese era el legado, la principal razón por la que querría ser recordado. No hay que dejar el amor que le tenemos a Chandler y al resto de los personajes que interpretó para hacer eso también.
La línea entre el amarillismo y querer cumplir con ese deseo es muy delicada. Un mal titular, un frase sola, un lector que no coincide es más que suficiente para entrar en polémicas que muchos usan para lucrar más con la tristeza colectiva. Lo único que podemos hacer como comunicadores es tratar de ser lo más claros con nuestro mensaje. En este caso, Matthew quería que se hablara de las adicciones. Lo hizo y no lo olvidaremos nunca.
