En el exterior se deshacen los días. Una vez más el silencio. División del Norte, avenida que debe su nombre al ejército encabezado por Francisco Villa, personas de poblados rurales, federales que repudiaron el asesinato a Madero y rancheros, componían la formación bélica. Villa le dio un caballo a cada soldado, utilizaban el ferrocarril, contaban con servicio médico, la marcada diferencia con el Ejército Libertador del Sur era notoria. Los dos ejércitos se unieron para derrocar a Carranza, que se refugió en Veracruz cuando los dos ejércitos tomaron Ciudad de México. Venustiano no se dio por vencido, combatió a la División del Norte con un ejército más numeroso. Los soldados que quedaron tras varias derrotas de lo que un día fue un poderoso ejército, se replegaron en Chihuahua. En 1916, la División del Norte ingresa a Columbus, Nuevo México, en Estados Unidos. No son claros los motivos de la incursión de la tropa mexicana en otro territorio, Villa buscaba a quienes le vendieron armas en mal estado, mataron a trabajadores de una minera estadunidense, asaltando el tren en el que viajaban. La Batalla de Columbus terminó con un ejército perseguido hasta territorio mexicano, los fieros pobladores estadunidenses defendieron sus propiedades. El ejército norteamericano jamás pudo atrapar a Villa, la consigna fue hallarlo vivo o muerto, años más tarde Villa se retira a una hacienda en Durango, en 1923 lo asesinaron.
Pienso en la incursión de estos ejércitos en la ciudad. La calle de Américas está despejada, esto es el sur de la ciudad: mezcla de polución con jacaranadas e higueras. Fue aquí en el sur donde nos conocimos, vivías en un jardín con tus cinco hermanos, eras la más “torpe”, eso decían de ti, me pareció ver en tus ojos una nobleza cautivadora dotada de una inteligencia intuitiva. Tenías sarna, por el contacto con el pasto húmedo, tenía dos opciones: dejarte y acabarías en un ring de pelea, llevarte conmigo para que sanaras. Blanca, con un parche negro en el ojo, toques negros en las orejas. Parecías proteger a tus hermanos, ladrándoles si intentaban salir del cerco que les habían puesto para que no se lastimaran con las zarzas. Era domingo, decidí internarme en el mercado de La Bola, cerca de Totonacas y Aztecas, de ahí tu nombre. Eras pequeña, cabías en mi mochila. Todo se puede encontrar ahí, muchos domingos fue mi destino, entre el griterío de vendedores, olor a comida, me gustaba comprar libros por precios ridículos. Aquel día unas quesadillas de comal acompañadas de cerveza helada fueron un glorioso almuerzo, te quedaste dormida no sin antes arrancarle un pedazo a mi quesadilla. Me hizo gracia que fueras tan impulsiva. Todavía existían los camiones sobre Insurgentes, así es como regresamos a casa, tomamos un camión a Ciudad Universitaria y de ahí otro que nos llevaría hasta el cruce con Reforma, quieta en mis brazos, las dos observábamos por la ventana sin saber que a esa ciudad se la tragaría la ponzoña. La sarna no cedía, el veterinario salvaje te puso un remedio de pueblo: gasolina rebajada, por cruel que parezca, funcionó.
Te llevé con mis padres, necesitaban otro perro para defender la casa de la creciente ola de asaltos, “un pitbull es mejor que un revólver”, dijo mi padre, al ver cómo lo defendiste de un extraño que se le acercó a preguntarte la hora en un paseo, no tenías ni seis meses, saltaste directo al brazo de aquel hombre, tu intención no era arrancárselo, esa profunda mandíbula podía hacerlo, tan solo querías marcar distancia. Los american pitbull, perros catalogados como sumamente peligrosos, fueron prohibidos en 1976 en Estados Unidos, país en el que se originó la raza. No son grandes en tamaño, sí en fuerza. Medianos, musculosos, ágiles, con un temperamento que debes educar bien si no quieres accidentes. No es un perro para cualquiera, se requiere de mucha firmeza y amor para educarles. Antes de cumplir el año pesabas 25 kilos, tu hocico recto, cuadrado, fabuloso. Un cuello impresionante que causaba miedo a todos los que te miraban. Creciste amada, con todos los cuidados, un temperamento envidiable. Noble. Libraste un par de batallas terribles con el pastor alemán de mi padre, ganaste tu sitio defendiendo la casa de mis padres. Papá no te aceptaba del todo y al final terminaste dormida todas las noches en medio de los viejos. A tus padres los secuestraron del jardín ante fría mirada de los vecinos, los subieron a una camioneta, te quedaste huérfana. Probablemente tu majestuoso padre acabó en un mugroso ring en la frontera del sur de Iztapalapa, rodeado de ojos sádicos de grasientos miserables cuya diversión es el sufrimiento, no dudo que a ella, tu madre, la tomaron como pie de cría hasta que no les sirvió más. Me pregunto de qué sirve atormentarme, demasiadas pérdidas últimamente. En la esquina de Mirlo me citaba con Evaristo, caminábamos hasta Centenario por un café, en aquellos años mi compañía fue el humo de sus cigarrillos, aquel cabello largo y rubio, con sus brazos delgados, fuertes, le pegaba a una batería muy punk. Aquellos ojos verdes me parecían tan fascinantes como sus conversaciones. Y para ser honesta, los ojos verdes pueden enamorarme. Tomados de la mano cruzábamos las calles sureñas hablando de nuestro futuro como escritores, una casa amplia con jardín, la cava siempre llena de vino. Escribiríamos en mesas amplias. Eso no sucedió, la mayoría de mis novelas las escribí en los estados más jodidos y miserables que puedan imaginar, me pregunto todavía: ¿cómo se podía enfrentar el mundo a los 16 años?, huyendo siempre de la realidad. Bola, la perra que venció al cáncer tres veces, estuvimos lejos muchos años, nuestro nexo es para siempre, dejaste de respirar en mis brazos a tus casi 17 años. Has vuelto a la tierra, eres una diosa melancólica, blanca como la muerte, acaricio tu lomo antes de devolverte junto a los rosales que van a cobijar tus ojos en la tumba que Evaristo cavó en su jardín.
* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)