El olor era insoportable. Aquel rancho en Jalisco, oculto entre campos de maíz y sembradíos abandonados, parecía un sitio más en la extensa geografía mexicana, hasta que los equipos forenses comenzaron a excavar.
Lo que encontraron superó las peores pesadillas: fosas con restos calcinados, fragmentos de huesos esparcidos y vestigios de un verdadero campo de exterminio. Durante un tiempo indeterminado, ese lugar fue utilizado para desaparecer cuerpos sin dejar rastro, mientras Jalisco no figuraba entre los estados con mayor número de homicidios en los medios nacionales. Hoy, este hallazgo es una evidencia más de la brutalidad que azota algunas regiones del país.
Mientras las familias esperan con angustia la identificación de sus seres queridos, el descubrimiento reaviva el debate sobre la diferencia entre homicidios y desapariciones en México.
Los homicidios son la violencia visible. En 2024, Colima, Morelos, Baja California, Chihuahua, Guerrero, Guanajuato y Sonora, en ese orden, registraron las tasas más altas de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes. La disputa entre grupos criminales, el tráfico de armas y la omisión de las autoridades son algunas de sus principales causas.
Cada asesinato representa una vida perdida y una familia devastada, pero también deja un rastro que permite, al menos en teoría, una investigación que lleve a los responsables ante la justicia.
Las desapariciones son un abismo sin respuestas. Zacatecas, Tamaulipas, Jalisco, Sonora y Sinaloa lideran las tasas más altas de desapariciones por cada 100 mil habitantes. En términos absolutos, Jalisco suma aproximadamente 15 mil personas desaparecidas; Tamaulipas y el Estado de México, 13 mil cada uno; mientras que Veracruz y Nuevo León rondan las 7 mil.
Desaparecer personas evita “calentar mediáticamente” un territorio, a diferencia de los homicidios, y hace más difícil rastrear a los responsables. En Jalisco, el rancho recientemente descubierto podría haber sido un sitio donde cientos de personas fueron asesinadas y sus restos eliminados, evidenciando un patrón de violencia que no solo busca matar, sino también borrar cualquier rastro del crimen.
Las desapariciones no solo afectan a la víctima directa; sus seres queridos quedan atrapados en una búsqueda interminable y en una lucha contra la impunidad. A diferencia de los homicidios, muchas veces ni siquiera hay un cuerpo que confirme la muerte, lo que dificulta aún más la impartición de justicia.
Si bien los homicidios y las desapariciones tienen diferencias fundamentales, ambos son síntomas de una misma crisis. Los homicidios dejan cuerpos y escenas del crimen que pueden ser investigadas; las desapariciones, en cambio, prolongan el sufrimiento de las familias, que muchas veces se ven obligadas a asumir el papel de investigadores ante la indiferencia institucional.
En muchos casos, una desaparición termina en un homicidio que nunca será contabilizado, lo que invisibiliza aún más la magnitud del problema. Mientras los homicidios evidencian el uso de la violencia letal como herramienta de control criminal, las desapariciones representan una forma aún más cruel y silenciosa de exterminio. La diferencia entre ambos radica no solo en la existencia o ausencia de un cuerpo, sino en el impacto social y la respuesta —o falta de ella— por parte del Estado.
Si tomamos un promedio anual de homicidios y desapariciones en los últimos años, Jalisco sumaría alrededor de 3,900 víctimas anuales, mientras que Guanajuato registraría 3,400. Un caso no es menos grave que el otro, pero lo preocupante es que, en el discurso público, la magnitud de las desapariciones siga minimizándose, pese a su gravedad inminente.
¿En qué otro punto del país se hará visible lo que se desea hacer invisible? Por lo pronto, en Tamaulipas hay indicios de un sitio de exterminio similar, lo que probablemente también ocurra en los otros estados con alto número de desapariciones.
La violencia mata, desaparece y silencia.