Ayer se cumplieron 15 años del 11 de septiembre y del natalicio sangriento de una estrategia geopolítica tan voraz como inescrupulosa. Porque aquella mañana renació la fobia hacia lo musulmán y la relación inequívoca entre el Islam y el terror hacia Occidente. ¿Fue Al Qaeda o un complot interno? ¿Se derrumbaron por el impacto o las demolieron con explosivos desde los cimientos?
Lejos de llegar a descifrar una de las tantas teorías conspirativas, lo más sensato es apegarnos a las verdades inobjetables que ese episodio desencadenó.
Hasta Trump y su verborragia insultante son consecuencia del 11-S. Esa que combina política con moral superior y religión; una nación que volvió a encerrarse en sí misma para renovar su autoprofecía de superhéroes y exportadores de democracias. Con las Torres Gemelas justificaron las acciones más viles que la diplomacia pudiera permitir y el mundo observó cómo su líder (Estados Unidos) lo engañó.
Porque en el Wold Trade Center también fallecieron las Naciones Unidas. Los estadunidenses inventaron pruebas para invadir Irak y quitar al “siniestro” Sadam. Empezamos la época de los dictadores demoniacos que debían ser exorcizados por nuestras democracias perfectas. Y así barrieron con Egipto, Libia y todavía lo intentan con Siria, mientras Afganistán aún lo esconden bajo la alfombra.
¡Y sí! Al Qaeda y el Estado Islámico son tan reales como crueles sus líderes, pero existen porque las potencias los alimentaron. Primero con financiamiento para que atacaran a los rivales de Occidente y segundo como consecuencia de tanto maltrato a las naciones musulmanas.
En resumen: ¿Qué significa este aniversario? Además de llorar a miles de muertos, me recuerda el asco que debiéramos sentir por el constante manoseo al que nos sometemos como países tercermundistas y que nos condena como meros espectadores de una realidad que entristece.
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