Pocos movimientos en México han generado tanta cohesión como el que vimos ayer en el denominado 8M. Un marea verde y morada que logró visibilizar una realidad que nuestro comportamiento social ha empujado a este desenlace.
Ya hace años, el cono sur del continente había expuesto esta problemática y las consecuencias políticas y sociales cimbraron a países como Argentina y Chile. Hoy, México quiere despertar frente a una coyuntura que se vuelve muy difícil de leer cuando es contemporánea a nosotros.
Me refiero, claro, a entender cuáles serán las implicaciones de enfrentarse a un statu quo mayoritariamente dominado por prácticas muy nocivas para la naturaleza del género equitativo.
Es más, hoy hasta me parece una quimera, pero prefiero aplaudir y soñar a sentarme callado y negar el cambio que se quiere manifestar ante nosotros. ¿De eso se trata no? Al menos, de mostrar que no pueden seguir haciéndonos tontos frente a la brutalidad histórica de un sistema que normalizó conductas reprochables y hasta las premió.
Ojalá, y pienso en voz alta, avancemos en este debate con la mayor claridad posible. Un deseo personal después de también atestiguar cómo los fundamentalismos terminan hundiendo un deseo que es muy genuino, pero que despierta la pasiones más obtusas cuando nos sentimos vulnerados. “Mi derecho acaba donde empieza el derecho del otro”, mantra democrático imprescindible, pero que también parece obsoleto cuando la muerte y las estadísticas justifican mi enojo o derecho genuino al reclamo violento en las calles.
Si ves una salida fácil, prepárate para desilusionarte. Estamos frente a uno de los debates más polarizantes del siglo XXI. Razonamiento que debiera insultarnos porque son derechos inherentes a la mujer los que hoy se exigen en una actualidad mexicana con raíces antropológicas tan profundas y tóxicas que nos llevará mucho tiempo identificarlas con claridad.
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