La celda huele a cartón viejo y húmedo; ni bien, ni mal. A cartón húmedo. Acaba de ser vaciada por las autoridades de El Salvador como parte de sus estrategias para poner órdenes en las cárceles. Hay huecos en las paredes que eran utilizados para guardar objetos prohibidos. Hay mallas que cuelgan del techo, donde guardaban sus pocas pertenencias. En el aire se respiran ondas agrias con sabor a supervivencia, hacinamiento y frustración. Aunque no haya nadie en ella. Es finales de 2019.
Metros más adelante, en un pasillo hacia una oficina de revisión y escaneo, una fila de pandilleros desnudos de la cintura para arriba espera indicaciones para avanzar. Están en cuclillas, esposados con las manos hacia la espalda, la mirada hacia abajo. Uno de ellos la levanta y me ve, aún con mi pasamontañas que porto por protocolo. Una mirada fija puede ser tan invasiva como un taladro con el tornillo en la pared, como el arco certero en el blanco. El cuerpo poseedor de esos ojos no debe tener más de 18 ó 19 años de edad. Tiene el dorso lleno de tatuajes, al grado que es confuso entender qué es piel y qué es tinta. Es un integrante de la Mara Salvatrucha en el penal de Quezaltepeque, donde recientemente las autoridades salvadoreñas decidieron mezclar pandillas y endurecer las medidas de disciplina a un grado que recuerda a las imágenes de películas sobre los campos de concentración. Ahí ahora cohabitan los maras, los de la Barrio 18 Sureños y la 18 Revolucionarios.
En la mirada fija hacia mí del recién graduado de la adolescencia podría haber odio, curiosidad, o solo intención de llamar la atención. No lo sabré. Le observo bien y veo las rodillas tembleques, los talones inquietos y los omóplatos saltados. Las muñecas enrojecidas entre las esposas. La quijada deja ver que rechina los dientes. Ignoro cuántos minutos u horas llevarán en esa posición, enfilados todos y rodeados de armas largas que portan los que guardan el orden. Nadie me sabe decir. Hay secretos bien guardados aquí. ¿Cómo le hacen para mantener sometidos a criminales que allá afuera son de los más sanguinarios del continente? ¿Cómo le hicieron para que no hablen, que no se revelen, que no acosen a esta periodista?
He entrado a varias prisiones de México y el mundo en los últimos años, pero esta es distinta: el silencio la inunda, el sometimiento parece una bandera, y un orden exagerado se respira a cada paso. Las paredes fueron repintadas con murales de paz, y casi todas las celdas rehabilitadas y saneadas.
Quezaltepeque es una de las siete cárceles habitadas 100% por pandilleros, y está ubicada a pocos kilómetros de la capital, San Salvador.
“Hay odio en algunos, y hay otros que no saben ni qué pasa. Hay jóvenes que se meten a las pandillas sin saber cómo es ese mundo”, me cuenta esta semana en una llamada Osiris Luna, el ministro de Seguridad de ese país y quien personalmente ronda los penales para asegurarse que su “Plan de control territorial” se haya establecido de forma adecuada. Ese plan, para ellos, significa la diferencia entre la paz y la violencia.
Pero para mí, al ver a esa masa homogénea de pieles tostadas con tintas negras en cuerpos encorvados, algunos temblando, otros totalmente conscientes de la humillación de la que son objeto, surge la duda de si es la manera correcta de rehabilitar y conducir a quienes violaron la ley. Osiris defiende su política, la de su presidente Nayib Bukele, y dice que el orden se logró amenazándolos con que no volverían a tener movilidad o actividad recreativa, entre otros privilegios, si se portaban mal.
Hace una semana circularon por el mundo las fotografías de los prisioneros sometidos en los patios de los penales salvadoreños, todos en cuclillas también y con cubrebocas, pero pegados unos a otros, sin importar las medidas que deben establecerse para evitar el contagio de Covid 19. Organismos de derechos humanos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se pronunciaron en contra de tales medidas de sometimiento, y de otras como cubrir las ventanas y puertas de las celdas con tablas para que no entre la luz y los presos vivan como pollos de granja apretados, conviviendo entre el calor y la oscuridad. También descalificaron la decisión de mezclar en las mismas celdas a integrantes de pandillas contrarias.
“Hay una paradoja de los derechos humanos, de que defienden más al delincuente, pero aquí las víctimas son los salvadoreños honrados”, me responde Osiris al cuestionarlo sobre ese tema.
Lo cierto es que desde que se implementó el año pasado esa "mano dura" en las cárceles, que incluye cero comunicación al exterior, cero comunicación entre ellos, cero visitas, cero movimientos afuera de la celda y otras restricciones, el índice de homicidios bajó a dos diarios, de una media de 14 que tenía el país un año atrás. Para el presidente Bukele, 80% de las órdenes de asesinatos provienen de los penales, y al someter de esa manera a los internos bajan las posibilidades de que dicten directrices a los eslabones de su estructura criminal.
Me pregunto qué pasaría en México si se llevaran a cabo estas medidas estrictas: no permitir que hablen entre ellos, escanearles el cuerpo varias veces al día para evitar que guarden dentro recados para enviar a sus grupos, restringir visitas, restringir ver el sol, restringir que se muevan como seres humanos, restringir al grado del sometimiento total.
Si bien desde los penales mexicanos –sobre todo los que no son federales de máxima seguridad- también los líderes de bandas dan órdenes, la naturaleza propia del crimen en el país es distinta y muchos de los cabecillas de los cárteles y grupos están aún afuera. Pero la Unión de Tepito en la Ciudad de México, por ejemplo, es comandada por Roberto Moyado “El Betito” desde el Reclusorio Oriente, donde ordena extorsionar, matar, invadir predios, hacer acuerdos y ajustes de cuentas en el exterior. El poder de estos líderes y el autogobierno en los penales mexicanos es bien sabido, pero no creo que este tipo de medidas abonen a tener un sistema de rehabilitación efectivo que dé a los prisioneros -con todos los delitos que hayan podido cometer- trato de humanos. No en el caso de México.
En el país centroamericano lograron, por ejemplo, que una de las cárceles emblemáticas por su autogobierno y violencia, la Mariona, se saneara de bandas y un porcentaje alto de reos ahora participa en alguna actividad productiva o artística. Sus pasillos, que antes tenían hasta aguas negras, ahora están limpios y un visitante como yo puede recorrerla toda sin recibir agresiones de los presos, la mayoría de ellos antes pandilleros, ahora rehabilitados.
Pero también enfrentan el duro dilema de continuar con esa política de extrema disciplina que ante la mirada del mundo se gana las críticas, y que en los ojos de alguno de esos presos, como ex adolescente que me observaba, seguro se gana el odio y la rabia.
SANDRA ROMANDÍA, periodista de investigación. Coautora de Narco CDMX (2019) editorial Grijalbo; y Los 12 Mexicanos más pobres (2016) editorial Planeta.