¿Te imaginas cuántas personas se llaman igual que tú? ¿Cuántos “Juan Pérez” existen en tu ciudad, en tu país, ¿en el mundo? Ahora imagina que un día uno de esos Juanes decide darle un giro a su nombre. Se para frente a su familia y les dice: A partir de hoy no soy Juan. Ahora soy John. El pequeño John, el grande, el veloz, el guapo, el valiente…
Y de pronto, todos sus conocidos empiezan a recordarlo y diferenciarlo de sus hermanos, tíos y primos que también se llaman “Juan”. No porque cambió de personalidad, sino porque decidió llamarse distinto y conectar con una cualidad o habilidad que lo separa de los demás.
Eso mismo pasa con los productos. Si tu marca se llama igual o suena igual que la competencia, eres solo otro “Juan Pérez” en un mercado lleno de Juanes. Pero si te atreves a darle un nombre diferente, puedes crear una nueva categoría dentro de la misma industria.
Starbucks no vende un capuchino con hielo, vende un Frappuccino.
Apple no vende audífonos, vende AirPods.
Crocs no son sandalias de goma, son Crocs, con todo un estilo de vida detrás.
Amazon no vende lectores electrónicos, vende el Kindle.
El patrón es claro: un nombre no solo identifica, también posiciona. Y si lo usas bien, puede convertirse en el inicio de tu diferenciador. No es la única estrategia, pero sí una de las más rápidas para que tu producto deje de sonar genérico y empiece a sonar auténtico.
Lo que haces al renombrar es cambiar el contexto. Dejas de competir por precio y empiezas a competir por percepción. Un Frappuccino no vale lo mismo que un café frío; un AirPod no se compara con audífonos genéricos. En el fondo, pueden ser parecidos, pero en la mente del consumidor son mundos aparte.
Por supuesto, un nombre por sí solo no sostiene una marca. Pero puede ser el inicio de algo más grande: la oportunidad de diferenciarte desde la primera palabra, desde los primeros segundos en que un cliente escucha de ti.
En branding, esto se llama diferenciación simbólica: cuando un término común se rebautiza y adquiere identidad propia. El producto deja de ser “otro más” y se convierte en referencia cultural.
Un nombre genérico describe lo que es (ejemplo: café frío). Un nombre distintivo promete lo que significa (ejemplo: Frappuccino). Busca metáforas, juegos de palabras o combinaciones que despierten curiosidad y emoción. Conecta con identidad, no con función.
Un nombre no inventa la industria, pero sí puede inventar una categoría dentro de ella. El café existía antes de Starbucks, los audífonos antes de Apple y las sandalias antes de Crocs. Lo que cambió fue el nombre, la comunicación y el contexto alrededor del producto.
Eso es lo poderoso: cuando logras que tu marca suene tan distinta que la gente separa lo tuyo del resto de manera natural, aunque en esencia sean parte del mismo grupo. Y en ese momento de separación nace la categoría, la comunidad y, con el tiempo, una cultura propia.
Entonces dime: ¿sigues siendo Juan Pérez… o ya eres el “John Fix”, el que recuerdan porque todo resuelves?