Echas un vistazo a la historia de la especie humana y el sello dominante es el descomunal sufrimiento de millones y millones de personas desde la noche misma de los tiempos.
Las atrocidades relatadas en el Antiguo Testamento eran, por lo visto, parte de una simple normalidad, más allá de que se debieran a la oscura voluntad de un Dios cruel e implacable.
Pero el primero de los temas, en lo que toca a la fatalidad que ha golpeado a nuestra especie, es que las muy personales desgracias de sus individuos no se deben, en su inmensa mayoría, al azaroso acontecer de fenómenos naturales, sino que resultan de un ejercicio mucho más pedestre, a saber, el apetito por el poder de infames caudillos.
Volviendo a los relatos de lo acontecido desde que los humanos comenzaran a poblar el mundo, no son otra cosa que recuentos de batallas y conquistas, excepto, tal vez, en las épocas en que los cazadores-recolectores andaban exclusivamente en lo suyo en lugar de querer apropiarse de lo que le pertenece por derecho al prójimo.
A ver, el gran Napoleón Bonaparte, ¿debía necesariamente invadir las comarcas germanas, más allá de que se hubieran constituido, en su momento, coaliciones de países que pretendían hacerle frente a Francia, preocupados por el posible contagio de la causa republicana?
Pongamos que los diferentes reinos y ducados del Sacro Imperio Romano hubieran accedido a una muy cortés petición de estar tutelados por los franceses y sanseacabó. Nunca han sido así las cosas, sin embargo: todas las conquistas han ocurrido a sangre y fuego, es decir, fueron asunto de humanos matándose entre ellos, de campos de batalla de atestados cadáveres y de seres espantosamente heridos (sin los cuidados, encima, que proporciona la medicina moderna, o sea, sin anestesia y sin atenciones terapéuticas).
Dolor puro de los anónimos protagonistas de tantas y tantas guerras siendo, lo repetimos, que la Historia está hecha, en su práctica totalidad, de narraciones bélicas.
Hoy día, la barbarie perturba nuestras conciencias más que en los tiempos pasados y el primerísimo de los antídotos para el salvajismo es la democracia, a saber, la facultad otorgada a la gente de a pie para contrarrestar los bajos designios de los tiranos.
Olvidarse de esto es abrirle la puerta, otra vez, al sufrimiento.