El deporte profesional es un asunto de disciplina y esfuerzo cotidiano. Cada mañana, el atleta se tiene que someter a una durísima rutina: así como un violinista que intenta dominar los conciertos de Paganini llega a practicar hasta ocho horas al día, un tenista que busca perfeccionar su revés debe repetir los mismos gestos una y otra vez hasta que se trasmuten en productivos automatismos. Fue totalmente inentendible, en este sentido, la disparatada estrategia del señor Juan Carlos Osorio, el antiguo director técnico de la Suprema Selección Nacional de Patabola de Estados Unidos Mexicanos, de cambiar constantemente las posiciones de los jugadores, más allá de que los equipos deban tener la capacidad de implementar estrategias diferentes en la cancha y la flexibilidad para no seguir siempre un modelo que termine siendo predecible para los adversarios: las jugadas preparadas, los esquemas y las tácticas necesitan de una sólida regularidad pero, en fin, ése es otro tema. Volviendo a la cuestión de los sacrificios personales exigidos por la práctica deportiva, Saúl Canelo Álvarez, al ser entrevistado luego de una de sus peleas y preguntarle los periodistas si iba a tomarse unas vacaciones, respondió que iba a descansar unos días nada más porque le esperaba un combate al cabo de unos meses y debía ya comenzar a prepararse. Esta ejemplar disposición al esfuerzo debería de merecer el reconocimiento universal de los aficionados pero, miren, mucha gente le dedica, por el contrario, críticas y descalificaciones. Que un boxeador profesional sea objeto de injustas murmuraciones no tiene consecuencias demasiado lesivas tratándose de alguien colosalmente exitoso cuyos afanes han sido recompensados en todos los renglones. Pero, caramba, que la dedicación de tantos otros deportistas no encuentre otra cosa que la dejadez e indiferencia del aparato oficial, eso es mucho más desalentador. Ya vimos el caso de Paola Longoria, a la que le reducen los apoyos como si ser campeona mundial de su especialidad no fuera algo de lo podemos enorgullecernos todos los mexicanos y no representara ella un ejemplo, además, para los pequeños que se ilusionan con triunfar en el despiadado universo de las competiciones deportivas.
En lo que toca a las integrantes del equipo femenil de fútbol americano que compitió en el Mundial de Helsinki, el haber perdido la posibilidad de obtener una medalla debido a la incuria de la correspondiente Federación (o de doña Conade, vayan ustedes a saber) es simplemente una infamia, por no emplear términos más toscos: los burocratizados directivos no compraron a tiempo los billetes de avión para que viajaran a Finlandia y las jugadoras no pudieron enfrentarse entonces al equipo de Gran Bretaña en el primer partido del campeonato. Le pasaron por encima a Australia (34-6) y vencieron a Alemania (28-0) pero estos triunfos no les sirvieron para alcanzar un lugar en el podio de ganadores. ¿Premio al esfuerzo? Ninguno, señoras y señores. Más bien, nuestros deportistas son los que pagan la costosa factura de la desorganización, la irresponsabilidad, la desidia y la corrupción que sobrellevamos en este país. ¿Hasta cuándo?
Román Revueltas Retes