Es difícil interpretar los dichos y acciones del Presidente de la República. Las hipótesis son variadas; desde que enloqueció hasta que es un verdadero iluminado, pasando por los que señalan que vive en una burbuja. No sería el primer jefe del Ejecutivo al que le pasa eso; el poder aísla. Lo cual no sería ni grave ni preocupante, si no fuera porque ello termina por afectarnos a todos.
En un país tan acostumbrado a privilegiar la centralización del poder y a la lambisconería, tan poco habituado a los contrapesos y a la confrontación democrática, es casi normal y entendible que los políticos, en cuanto tienen tantito poder, lo empiezan a usar sin cortapisas. Como se dice popularmente: “se suben a un ladrillo y se marean”. El complemento de dicha actitud son sus seguidores, pues no hay político mareado que no esté alimentado por la actitud de sus incondicionales. Las razones, nuevamente, pueden ser entendibles: “el hambre es canija”, se dice, en referencia a todos aquellos que abandonan su dignidad como seres humanos, como políticos, como colaboradores, a cambio de un sueldo, una prebenda o beneficio. No me refiero aquí a los que genuinamente idolatran a algún político o funcionario porque lo consideran a él o a su proyecto lo mejor para la solución de los problemas sociales, sino a aquellos que obviamente no están de acuerdo con sus políticas y su dignidad los debería llevar a renunciar, pero en lugar de eso callan y, como se dice popularmente, “tragan sapos”. Bueno, pues la 4T está llena de iluminados y tragasapos.
¿Qué pretende el Presidente cuando ataca a la UNAM o no se compromete con la lucha para eliminar o por lo menos reducir la venta de niñas y otras formas de comercializar con los cuerpos de las mujeres? ¿Dónde están sus asesores? ¿Tiene asesores? ¿Y si los tiene, les hace caso? ¿Alguien le está calentando la cabeza al Presidente? ¿O de plano, él va solito y no necesita que se la calienten
Hay muchas hipótesis, así que allí va la mía: el Presidente realmente cree lo que dice, lo cual, desde mi punto de vista, es preocupante. Y el Presidente no oye a nadie, más que al que le dice lo que quiere escuchar, respecto a la UNAM o a la venta de niñas en Guerrero. Él cree en los valores morales superiores del pueblo, aunque en ocasiones sus usos y costumbres sean cuestionables y no respeten los derechos humanos, individuales o colectivos. El Presidente es un genuino producto de la ideología priista, tan autoritaria como populista, de los años 60 del siglo pasado. Pero el Presidente no va solo. Tiene a sus incondicionales que callan, a sus aduladores que lo mantienen en su burbuja y a sus corifeos que lo imitan. El “peligro”, sin embargo, no es López Obrador, cuyo sexenio en la práctica ya casi terminó. El peligro es la cultura del agachado, del dedazo, de la cargada, del silencio cómplice, de la gran mayoría de políticos y funcionarios públicos que lo rodean. En ese sentido, he visto muy pocos gestos de dignidad en este sexenio. Más bien, la norma es otra: es aquella que permite al Presidente seguir diciendo barbaridades, encerrado en su mundo, donde él es el gran transformador del país.
Roberto Blancarte