Mucho se ha despotricado contra los gobiernos tachados ahora con el ya despectivo nombre de “neoliberales”. Para la gente que hoy tiene treinta años, los tiempos de nacionalismo revolucionario son un asunto del pasado, que ellos no vivieron. Nacieron y crecieron en un país distinto, que tuvo una enorme transformación (esa sí) entre 1988 y 1994, producto tanto de políticas gubernamentales como de cambios sociales que se venían gestando de tiempo atrás.
No saben, por lo tanto, que, si bien los gobiernos nacional revolucionarios tuvieron algunas virtudes, también arrastraban enormes defectos. Los principales tenían que ver con la distorsión del mercado, por los controles de precios, subsidios ineficientes y anacronismos políticos.
Un ejemplo de ello, banal si se quiere, eran los cines. Ahogados por los controles de precios, estaban todos en un estado lamentable. Nadie invertía en nuevos, ni mucho menos se pretendía hacerlos más cómodos o rentables. Un ejemplo más sustantivo es el de la política gubernamental en materia religiosa.
Desde 1917 se habían inscrito en la Constitución una serie de medidas anticlericales, tendientes a neutralizar la acción pública de las Iglesias, esencialmente la católica. Quizás en su momento se justificaban, por la participación del arzobispo de México y del Partido Católico Nacional en la caída y asesinato del presidente Madero.
Pero setenta años después, éstas ya no tenían sentido y eran, además, continuamente violadas. En otras palabras, lo que la Revolución hizo tenía su lógica, pero seguir con políticas revolucionarias casi un siglo después no tenía sentido. Así que lo que el presidente Salinas de Gortari hizo fue impulsar una reforma que cumpliera con tres principios, según lo afirmó en su momento el secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios: separación de la Iglesia y el Estado, educación laica en las escuelas públicas y libertad religiosa.
Se trataba, en suma, de regresar la Constitución al espíritu de la Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma, lo cual se hizo. Si a eso le llamamos neoliberal, entonces Benito Juárez y Melchor Ocampo eran neoliberales. Dichas reformas fueron suficientes para garantizar mayor libertad religiosa a los creyentes y sus instituciones, preservando puntos esenciales, como por ejemplo la distinción entre las creencias personales y la labor oficial de los funcionarios públicos, o limitando al máximo el culto público al interior de los templos; cuestiones que permanecen desde las muy liberales Leyes de Reforma hasta la actualidad.
Las reformas, que también condujeron al restablecimiento de relaciones de México con la Santa Sede, fueron debatidas a lo largo de tres años, antes de consensarse con el conjunto de partidos políticos. Y han sido tan positivas que ninguno de los gobiernos posteriores, incluidos los de la derecha, han cambiado algo. En suma, que no todo en los gobiernos neoliberales fue malo. Más bien, hubo muchas cosas que cambiaron para bien. Pero claro, esto no encaja en el discurso oficial, compartido incluso por muchos que en su momento trabajaron (y con altos cargos) en esos gobiernos. Cosas de la hipocresía política.
Roberto Blancarte