Dice el sacerdote católico Alejandro Solalinde que ve en el presidente López Obrador “rasgos muy importantes de santidad”. La primera reacción entre muchos fue la de señalar que alguien con rasgos de santidad no dejaría morir a niños con cáncer, ni inundar zonas donde viven comunidades marginadas, ni aumentar el número de pobres, ni tener a personajes muy pero muy cuestionables en su gabinete ampliado.
Sin embargo, Solalinde, en su veneración casi idolátrica del Presidente, señala algo que es cierto: santidad no significa perfección. Mucho menos si no hacemos referencia a un santo canónico, es decir oficial, sino de un santo popular. Ni siquiera estamos hablando de un santo como San Agustín, San Francisco de Asís o San Ignacio de Loyola, que tenían lo suyo, o de un Santo Domingo, que andaba persiguiendo y quemando herejes, sino de un santo popular, el cual no requiere pasar por los engorrosos procesos de la Curia romana, para ser elevado a los altares (populares, eso sí), como pueden ser Jesús Malverde, Pancho Villa, Teresa Urea (la santa de Cabora), el niño Fidencio, Pedrito Jaramillo, Juan Soldado o la mismísima Santa Muerte (los interesados pueden consultar las diversas entradas sobre la materia en mi Diccionario de Religiones en América Latina, editado por el Fondo de Cultura Económica).
Tenemos, en efecto, un Presidente predicador, que se dedica a promover una religión en el país, como si en México no hubiera otras, tan respetables como la suya. Teóricamente tendría que ser el sueño hecho realidad de la jerarquía católica y de muchos líderes evangélicos: un Presidente católico-cristiano que pretende hacer política desde su concepción religiosa. Un Presidente que pretende moralizar, desde su muy personal y cuestionable perspectiva ética, a todo un país. Un Presidente que reduce el evangelio y su política gubernamental a una sola cosa: ayudar a los pobres. Aunque, en la práctica, los pobres hayan sido las principales víctimas de sus equivocadas políticas: desde los millones que ingresaron nuevamente a esa categoría a pesar de su asistencialismo, hasta los cientos de miles de muertos por covid o por un deficiente y empeorado sistema de salud.
Pero todo eso no importa: de la misma manera que el pueblo no se fija en que Pancho Villa fue un bandolero y un despiadado asesino de mucha gente inocente, tampoco repara en los errores y defectos de su santo contemporáneo. Lo que el pueblo quiere es un protector; alguien que dice luchar por ellos y que habla de imitar a Cristo, aunque en el fondo se muestre intolerante, autoritario y vengativo.
Los resultados no importan tanto, pues si de ello se tratara, ya hace mucho las masas habrían abandonado a sus vírgenes y santos. De lo que se trata es de identificarse con alguien que es no solo imperfecto, sino claramente falible: en suma, humano. Eso es lo que López Obrador significa para sus seguidores, que lo veneran (y algunos incluso idolatran como al becerro de oro) como a un santo: un hombre que, con su fallido ejemplo y a pesar de sus enormes deficiencias personales, alimenta la esperanza de la tierra prometida. Eso moviliza, aunque nadie llegue a verla.
¡Feliz año nuevo!
Roberto Blancarte
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