En México, la Iglesia parece haber perdido la brújula. No hay señales claras respecto a sus posicionamientos y orientación. En la última década, perdió más de cinco por ciento de sus feligreses. En cálculos conservadores, millones en todo el periodo, más de mil fieles por día, que dejaron de serlo. Y sus jerarcas no han reaccionado; están como impactados por los cambios sociales y políticos, sin saber qué hacer. En México y en América Latina están pasmados frente al populismo, como lo estuvieron con el neoliberalismo. Es siempre aventurado hacer juicios sumarios. No sé, por lo tanto, si la Iglesia católica (en nuestro país y en el mundo) vive actualmente una crisis mayor o es una simple sacudida, a las que está acostumbrada. En cualquier caso, hay elementos suficientes para afirmar que, por lo menos, está atravesando por una fuerte turbulencia.
Los historiadores católicos responsabilizan de ésta a la modernidad, sea la que introdujo Lutero con su reafirmación de la libertad de conciencia del individuo, sea la que desarrolló la revolución francesa con la introducción de la soberanía popular, la emancipación ciudadana de los poderes corporativos y la muy liberal separación de esferas de actividad humana (economía, política, arte, ciencia, educación) respecto a lo religioso.
Desde entonces, la Iglesia no sabe muy bien cómo comportarse con el mundo; no solo le costó mucho trabajo adaptarse a la nueva realidad política mundial (tardó más de un siglo en despegarse de las monarquías) y tiene una actitud muy ambigua ante el dinero (el cuál es necesario, pero se sigue viendo como intrínsecamente sucio), sino que le ha costado integrar los nuevos conocimientos sobre sexualidad (comenzando por lo descubierto por Freud) y a las nuevas prácticas que de ello derivan.
No sé si es exactamente el resultado de ello, pero la Iglesia ya no cumple el mismo papel que antes y le cuesta mucho trabajo entender cuál es su papel y qué hacer en la actualidad. En contextos globales. En su lugar, la maquinaria burocrática, que es realmente pesada en esta institución, sigue su curso. Hay excepciones, como siempre, por supuesto.
Algunos sacerdotes y unos cuantos obispos, intentan reaccionar, pero su mensaje es cada vez menos escuchado. Quizás porque el populismo les ha arrebatado buena parte de su discurso sobre los pobres, quizás porque la modernidad los ha alejado de los valores reales (por ejemplo, en materia de sexualidad) con los que actualmente se rige la población. Sin hablar de materias esenciales como la equidad de género o el papel de la mujer en la institución eclesiástica y en la sociedad.
Si esto es evidente en el contexto mundial, lo es mucho más en el marco de la cambiante realidad mexicana. Por ello, a la Iglesia católica en nuestro país le urge una reflexión general, que debería estar precedida por una toma de conciencia de la crisis que atraviesa. No está claro que el episcopado esté consciente de esta situación, que tenga deseos de enfrentarla o los instrumentos para llevar a cabo una transformación doctrinal y pastoral adecuada a los nuevos tiempos. Lo que se observa es un barco a la deriva en aguas turbulentas.