Entre los múltiples temas sobre los que me interesaba escribir esta semana apunté el relativo a la iniciativa presidencial enviada al Congreso que, bajo el supremo criterio de la austeridad republicana que se ha privilegiado durante su gestión, ahora decide poner bajo la guillotina a 18 instancias y organismos diversos de la administración pública federal; sin embargo, decliné hacerlo, en buena medida, para no contribuir más a ese estilo personalísimo de hablar “de bulto” en el ya de por sí complejo diálogo público. La iniciativa de marras requeriría por lo menos 18 colaboraciones periodísticas para intentar comprender sus implicaciones sobre cada uno de los ámbitos de actuación de las susodichas instituciones.
Finalmente me decidí a hablar del Plan Integral de Movilidad para el Sur de la Ciudad que presentaron la semana pasada las autoridades locales a los medios de comunicación. Y más allá de los criterios políticos, técnicos y económicos en que se fincaron la atinada narrativa gubernamental, lo que creo que más vale la pena subrayar del ejercicio son dos claves imperdibles para reaprender a dialogar los asuntos colectivos: la primera tiene que ver con el sentido común de preguntarle a las personas como punto de partida y la llave maestra para comenzar a acomodar todo en su justa dimensión y que, en materia de movilidad, supone ajustar las expectativas sobre el uso cotidiano del auto particular, pasando por abrirle oportunidades de mejora reales y seguras al transporte colectivo en sus distintas modalidades, hasta intentar recuperar el más elemental criterio de convivencia civilizatoria: tratar a los demás como queremos seres tratados sin importar si somos peatones, ciclistas, motociclistas, usuarios del transporte público o conductores de vehículos.
La segunda clave que resultará fundamental insistir en los próximos meses, durante los cuales arreciará la ceguera colectiva a causa de aspiraciones políticas en competencia, es que hay vida más allá del proceso electoral de 2024. Los proyectos anunciados desde ahora para el próximo sexenio atisban un hecho indudable: tras las elecciones habrá un gobierno sin importar su signo ideológico.