
El tiempo es una dimensión subjetiva de la percepción. Transcurre distinto, por ejemplo, si estoy quieto que cuando me muevo. Se trata de un principio básico de la teoría de la relatividad.
Esta poderosa premisa de Albert Einstein igual sirve para discernir formidables fenómenos de la física que para hablar de la soberanía de los relojes íntimos. Algo de frivolidad se necesita para citar al gran genio hoy que quiero reclamarme a mí, y a los otros, la imposición de nuestra respectiva prisa.
La misma superficialidad, supongo, que cuando me atrevo a parafrasear al prócer Benito Juárez para proponer que el respeto a la velocidad ajena sea un principio básico para convivir en paz.
Pero esta mañana no estoy para ahorrarme argumentos porque quiero señalar lo veloz como un arma destructiva de los espíritus autoritarios.
¿Qué peatón o ciclista no ha sido víctima de la discriminación ejercida por los conductores motorizados?
En sociedades incivilizadas como la mía, el autoritarismo de los vehículos es proporcional a los centímetros cúbicos de los motores, combinado con el volumen de su respectiva carrocería.
No deja de sorprenderme que cuando los mexicanos franqueamos una puerta, guardamos aún la buena costumbre de ceder el paso; en cambio, esa misma persona, una vez que se monta en su vehículo, olvida la cortesía y, como se dice coloquialmente, echa lámina para demostrar superioridad social medida en kilómetros por hora.
Aquí se demuestra de nuevo la validez de las teorías de Einstein: el anfitrión de la fiesta y el conductor del automóvil, aunque alternativamente puedan ser la misma persona, se comportarán distinto dependiendo del sitio en el que se encuentran. Mientras que el primero estaría obligado a la parsimonia, el segundo tiene permiso para imponer su urgencia.
Esta distinción en las percepciones del tiempo se ha amplificado con el uso de las redes sociales, un espacio muy herido por la prisa. Nacido análogo y no digital, extraño los años de adolescencia cuando no era imperioso responder a una llamada, a menos que el recado recibido contuviera esa indicación.
“Te llamó la fulana esa,” decía mi papá, quien disfrutaba mucho cuando pronunciaba tal expresión a la vez risueña y despectiva, con el solo propósito de hacerme enojar. Entonces era prerrogativa individualísima expropiar la única línea telefónica de la familia para devolver la comunicación, o esperar al día siguiente, cuando el oído juzgón se hallase lejos del aparato.
Hoy, esa prerrogativa es inconcebible. Si entre el arribo de un mensaje y su respuesta transcurre una noche entera, soy yo quien corre el riesgo de convertirse en “el fulano ese”.
Pocas cosas odio más que las palomitas empleadas por los servicios de mensajería digital. Una, si la persona no ha recibido tu recado; dos, si ya llegó tu texto; azules, si ya fue leído; (o eternamente azules si jamás será respondido).
Desde luego que he pensado en apagar esa función de mis aplicaciones, el problema es que no soportaría perderme de la morbosa sensación que me proporciona saberme ignorado, o lo contrario.
La prisa para que el otro actúe como yo quiero se ha trasladado del ciberespacio a la vida cotidiana. No hay gesto mejor para indicar cuánto puede estar aburriendo mi plática que cuando mi interlocutor mira con frecuencia la pantalla de su dispositivo.
No negaré aquí las veces que yo mismo he tenido esa tentación. Soy espécimen de una tribu que utiliza el control remoto para adelantar las escenas tediosas de una película; el problema viene cada vez que mi cerebro olvida que está viviendo la vida normal.
En el amor, la amistad, el sexo, la danza, la conversación, la política o la música, en la naturaleza, la economía, la expresión o la poesía —cuando se trata de un acto cometido por más de una persona — el ritmo lo es todo.
Mientras la velocidad produce violencia, la parsimonia propicia la paz. Esto es así porque cuando las partículas se aceleran no es posible que los ritmos distintos y subjetivos logren acompasarse; en cambio, la lentitud, como la tolerancia, ayuda al acoplamiento.
De ahí que las caricias rápidas sean tan mediocres como las palabras soeces. En esto se parecen la literatura y el erotismo, también la naturaleza y la política. El florecer de un jardín no es autoritario porque sucede a ritmo lento, de ello depende su armonía. Igual podría decirse del ejercicio del poder: cuando las decisiones se toman a toda velocidad, es muy probable que terminen aplastando. En contraste, si las voces y los argumentos hallan ritmo respetuoso para resolverse, el poder se expresa democrático.
La prisa con que algunos gobiernos inundan nuestro jardín personal es un sello muy característico de nuestra época. Son iguales al chofer del auto grande que hace al peatón brincar hacia la banqueta para evitar ser atropellado.
A esos que andan muy rápido les digo que he decidido recuperar la soberanía de mi propio reloj: tu apuro no tiene por qué ser el mío. Sé que tienes urgencia por llegar, que no tienes calma para conversar, que estas angustiado por los vacíos que el tiempo ha impuesto en tu agenda, o peor aún, que, como yo, te has vuelto adicto a la montaña rusa.
En esta ocasión me rebelo y subrayo que tu prisa no es la mía, pero bien podría contemplarte mientras disfruto tu calma.
Ritmo, cadencia, tempo, pausa y silencio: todos son resquicios posibles para recuperar la cordura en este presente tan angustiado por fugarse sin ningún propósito bueno hacia el abismo desconocido del futuro.