El año pasado atravesé la Noche Buena en Belén. Por alguna razón que hasta hoy no me explico, los árabes que me llevaron hasta ahí (recordemos que esa ciudad está gobernada por la autoridad palestina) me permitieron entrar por otra puerta, lo que me hizo atravesar una valla importante. Mi prima que me acompañaba conoce el lugar, me tomó de la mano y me condujo escaleras abajo, pasando la primera iglesia, hasta el lugar donde estaba el famoso portal donde nació Jesús. Eran las 11 de la noche; tomamos asiento en el suelo y comenzamos a observar.
Algunas monjas y muchos hombres y mujeres jóvenes estaban ahí, en silencio, leyendo, tranquilos. Hubo cantos. Reconocí el "Gloria, in excelsis Deo", pero no el idioma. Alguien me explicó que lo estaban cantando en arameo.
Yo no sabía que más tarde se abriría una puerta y un grupo de sacerdotes entraría a oficiar misa —una vez más me dijeron que en arameo— ni que se haría el acto de la comunión en ese lugar. Sabía, sí, que ese era el portal, porque unos cinco años antes otro guía árabe me había llevado hasta ahí y me había hecho adelantarme a una larga fila de ortodoxos rusos para poner la mano en la roca donde estuvo el pesebre.
Pero ese 24 de diciembre de 2014 estábamos como en un limbo, un instante detenido de miradas que apenas se cruzaban entre sí. Era el puesto perfecto del observador. Lo interesante es que dejé de ser observador cuando me di cuenta de que estábamos esperando la llegada de un niño. Me sobrecogí. Como en un hospital cuando va a nacer un nuevo miembro de la familia y los tíos, los primos y los hermanos se sientan a esperar, así estábamos nosotros, la ecclesía, la familia, la iglesia pues, esperando que naciera uno de nosotros, uno que nos pertenece y al que pertenecemos.
Eso mismo estamos haciendo estos días: esperando que nazca un bebé; uno importante, sí, uno que funda la familia; pero por ahora solo un niño. No quise irme dos semanas de vacaciones antes de pasarles este pequeño recuerdo. Feliz Navidad.
