Alejandro se casó en segundas nupcias con la sobrina de quien fuera su primera esposa.
Aunque se amaban mucho, su relación había sido muy criticada, pero la tormenta ya había pasado.
Alejandro y Laura eran felices en la Ciudad de México. Habían cerrado un ciclo en sus respectivos pasados y llenos de ilusiones vivían un hermoso presente.
Laura había recibido la bendición de Dios al concederle la dicha de ser madre. Alejandro, aunque ya tenía dos hijos concebidos en su primer matrimonio, con alegría recibió en sus brazos a su nuevo hijo.
Alejandro siguió trabajando en su negocio de la joyería y Laura en los primeros dos años se dedicó por completo al cuidado de Ricardito.
Uno año después llevaron al niño a una guardería cercana al lugar donde estaba el negocio de Alejandro. Laura aprovechaba el tiempo para ayudar en la contabilidad.
Ricardito no era huraño, siempre reía y cualquier cosa que mirara o le ofrecieran le causaba gracia, y se ganaba la admiración incluso de los desconocidos.
Laura se sentía orgullosa de su pequeño, porque cuando alguna amiga o cualquier gente le pedía los brazos, Ricardito aceptaba irse con ellos, máxime si le daban algún dulce o juguete.
Cuando cumplió los cuatro años se volvió más inquieto. Solo quería que su mamá o papá lo llevara a caminar. Era feliz al correr y sonreír.
Una tarde Ricardito le dijo a su mamá que salieran a la calle, y como la joyería de Alejandro estaba en el centro de la ciudad, Laura le dijo que iría al Palacio de Hierro para comprar algunas cosas, y también para que el niño se distrajera.
Laura y su hijo hacían esos recorridos de manera habitual. Pero ese tarde Laura se distrajo en sus compras. No supo cuánto tiempo transcurrió, uno o dos minutos.
Pero al buscar a su hijo no lo vio. Creyó que andaba entre los pasillos. Lo llamó por su nombre. No hubo respuesta. Laura le gritó más fuerte. Laura palideció. Los guardias no lo habían visto.
Cerraron los accesos para evitar que alguien lo sacara. Laura desconsolada le llamó a Alejandro: “He perdido a Ricardito, no lo encuentro”.
Alejandro corrió al encuentro de Laura. Juntos buscaron por las calles aledañas. Preguntaron, lloraron, pero no se daban por vencidos.
Lo buscaron en las cruces, pensando que pudo ser atropellado, en delegaciones policiacas por si alguien lo había encontrado en la calle.
Él le reprochaba su descuido; ella sollozaba y callaba. Pusieron la denuncia ante las autoridades, publicaron en los periódicos la foto del pequeño y la noticia del robo.
Imprimieron volantes, los pegaron en postes. Ofrecieron recompensa. Alejandro atendía falsas llamadas e iba a lugares lejanos y peligroso, pero Ricardito no aparecía.
Alejandro y Laura casi no dormían ni comían. Al igual que ellos, toda la familia buscaba al niño, incluyendo la ex esposa.
Pasaron las semanas y pusieron la foto en las tapas de la leche tetrapack y en los lugares más inimaginables. Ricardito no apareció. La pena crecía, transcurrieron cuatro años y no perdían la fe.
Y sucedió el milagro: una tarde, Alejandro recibió una llamada. Era la voz de una mujer: “¡Yo sé quién tiene a su hijo!”. Alejandro pensó que era otra falsa noticia y a punto estuvo de colgar la bocina.
“Créame, a su hijo que perdió hace cuatro años, cinco meses”. Alejandro respondió sobresaltado: “Dígame dónde está y la recompenso”. Y ella le respondió: “No quiero recompensa, solo quiero no callar más”.
“Anote la dirección. Es una colonia cerca de los tiraderos de basura en Tulyehualco”. Alejandro pidió ayuda a la Policía y fueron a la dirección indicada.
Era una casa humilde, pero bien cuidada, limpia. La mujer, quien dijo llamarse Rosa, tenía como 60 años, delgada y vestía de luto. Se extrañó al verlos.
Pero cuando apenas la iban a interrogar apareció un niño como de ocho años. Alejandro se estremeció. Habían pasado más de cuatro años, pero sabía que era su hijo. La sangre llama.
Es su hijo, le preguntaron. “Sí, se llama Pancho”. Alejandro no pudo más y gritó: “Miente, es mi hijo Ricardo, ella me lo robó”.
La mujer y el niño se abrazaron: “Él es mi hijo, se llama Pancho, mi esposo tiene tres meses de haber muerto en un accidente vial. Tengo forma de comprobarlo”, dijo la mujer mientras mostraba fotos y acta de nacimiento.
Ya en la Procuraduría, aunque mostró el acta del Registro Civil, solo tenía fotos del niño a los cuatro años. Coincidieron con las que Alejandro mostró.
Después para confirmar le hicieron el ADN. Panchito era Ricardo. La mujer fue encarcelada. Pero ella era inocente, creyó que era hijo de su marido y con amor lo crió.
Y felices creyeron que habían recuperado a Ricardito. Dieron gracias a Dios. Estaban equivocados, porque para el niño ya de ocho años sus padres, a los que amaba, eran a quienes lo habían robado.
No eran felices, el niño los rechazaba y lloraba por su mamá. Alejandro y Laura lloraban también, porque lamentaban que por su edad, su hijo no comprendiera lo que había sucedido. Peor aún, que los negara como padres.
Tuvieron que recurrir a ayuda psicológica. El alivio se dio poco a poco. Cuando doña Rosa salió de la cárcel llevaron a Ricardito a que la viera y la mujer, abrazándolo, le contó la verdad a quien le había llamado “Pancho” y fue hasta entonces que Ricardo comprendió la verdad.
Triste, pero es muy cierto el refrán popular que dice: padres no son los que engendran, sino los que crían... aunque el “hijo” fuera robado.