Hace muchos, muchísimos años. Por la casa en que vivíamos, no se hablaba de otra cosa.
La abuela Marcelina, mujer hermosa de ojos claros y serenos, como el poema de Gutierre de Cetina, había retornado de la región de Los Altos jaliscienses. Largó al capitán por eso, por carrancista y sí que lo era. Carranceaba con su tropa, lo que encontraba a su paso. Desde entonces hasta marcha tiene, el compositor de Lagos de Moreno Apolonio Moreno le dedicó una.
Se refugió en Arenal Jalisco, ¿A dónde más ir? si ahí vivía su hermana, la tía Elena, mujer de Fabián, el abuelo, de nadie porque no tuvieron hijos, si, cosijos. Ahí vivían Constanza, María y Cuca mis tías. Todos los días, por la masa para las gordas, a la arena por el agua, a la Santa Quiteria y la Cartuchera, ¡Ah ese atole de masa, ¡ah esa gorda de maíz! Cuenta mi hermana Mercedes, que cuando nos visitaban en Guadalajara, llegaban a la casa en calandria la alquilaban en la estación de San Francisco. Llegaban llenos de presentes; una gallina pa’l caldo, una muñeca pa’ la niña, un caballito de cartón. Una fiesta.
El abuelo Fabián, como le decíamos y hacíamos fiesta cuando venía a Guadalajara o, íbamos al lejano Arenal, quería a mi padre como hijo y a nosotros como nietos. “Socoro del mal” Prefiero [Según el Real Diccionario de la Academia de la Lengua], que se traduzca como “Sitio que está debajo del coro de la iglesia” a, “sicario” aunque, por lo del mal ¿Quién sabe? Gritaba, ya embrutecido por el agave azul, “¡Iaaaahhh! ¡Fabián González en el mundo es hombre!”
¡Ya se va mi madre y las muchachas pa’ Arenal! Y se organizaba la comitiva para irlas a despedir a la central camionera, ya en el camión, asomábamos la cabeza por la ventanilla diciendo adiós, -si yo era un crío, no me podían dejar-. Los que se quedaban, secaban las lágrimas, las mismas que abundantes, escurrían por sus mejillas. Bendiciones y loas al buen viaje y pronto retorno.
Ya a la altura de Los Arcos, en la salida, a persignarse y rezar un padre nuestro. “Madre, el niño ya se mareó”.
Cada que paso por la calle de Hidalgo, a la altura de Puebla, miro de reojo, la casa abandonada de quienes fueran los dueños del tequila Los Ruiz. Don Roberto Ruiz Rosales y doña Olimpia. Sus hijos fueron Donato, Roberto, Paco, Avelino, Miguel y Carlos. Además tenían dos hijas; Olimpia y Rocío. Solamente conocí a Paco, hace poco tiempo cuando pasaba por Arenal. Me dijo “Quiubo carajo, el mejor tequila, es el que te sienta mejor, salúdame a tus hermanos”. El abuelo Fabián fue por años guarda vino de ellos. Una vez, tiempo antes de morir, el matador de toros Pedro Jiménez Pedrín, quien fue caporal de la Hacienda de Huaxtla, me contó que se había casado con una hija de don Roberto y que todos los días últimos de diciembre, esperaban el año nuevo en la casona de avenida Hidalgo.
Arenal
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Ramón Macías Mora
Jalisco /